“Por más que animes tanto como quieras a alguien que tenga los ojos vendados a mirar a través de la venda, no verá jamás. No empezará a ver más que desde el momento en que se quite la venda”

(Franz Kafka).

En la escuela, sentí tal pasión por la mitología de los pueblos primitivos, que pasado los años no dejo de sentir igual fascinación. Por ejemplo, el mito de Jano en la mitología romana, es impresionante por la simbología que lo traspasa.

Jano, dió el nombre al primer día de enero, donde se le invocaba públicamente. El mes de enero surge de su nombre (januarius), january en inglés (mes de janus), janvier en francés. A Jano, se lo invocaba al inicio de una guerra, y mientras ésta durara, las puertas de su templo en el Foro Romano, permanecían siempre abiertas procurando su ayuda. Cuando Roma recobraba la paz, las puertas se cerraban. Por esto, a él, se le conoce también como “el dios de las puertas y de los comienzos”, que según el parecer de los romanos garantizaba “buenos finales”. Su templo, tenía puertas que daban al este y al oeste, hacia el principio y el final del día; en su centro estaba colocada la estatua, con dos caras, cada una mirando en direcciones opuestas: Este y Oeste, salida y puesta del sol. A él, se dedicaban también los umbrales y las puertas, las entradas y salidas, la incertidumbre de lo porvenir, la evolución, los pasos, los cambios y las transformaciones.

Jano, con sus dos caras, mira hacia el pasado y también hacia el futuro. Porque no puede estar desligado el pasado del futuro. Uno remite al otro. Son dos caras de un mismo cuerpo. Uno encuentra su razón en el otro, se nutren en la fuente del otro. No podemos mirar el futuro ni aspirar a él, olvidando el pasado como si no tuviera relevancia. Allí, donde se termina algo, comienza otra cosa. El final es el punto de partida de un nuevo comienzo. Sobre los finales también se construyen principios, infinitos comienzos. Por eso, Enero tiene esa doble cara. Mira hacia el año que se inicia, y hacia el año que apenas pasa. Entramos y salimos por sus puertas. Sobre él caen las pesadas frustraciones o los logros del pasado reciente y también se alimentan las esperanzas de un futuro posible y mejor. Se hacen promesas dirigidas al porvenir y se evalúan las cosas hechas y dichas, a sabiendas que "el tiempo camina adentro de uno retornando escenas antiguas cada vez más extrañas" (María Luisa Mendoza).             

Siguiendo las entrelíneas dejadas en el mito de Jano, asumimos que no debemos ser cuadrados ni míopes. Debemos dejar la posibilidad de más de una puerta abierta a la realidad, para aprender, pues "Los techos bajos y las habitaciones pequeñas estropean el alma y la mente", resumía Dostoyevski. Construir los planes del futuro con una buena base en el pasado. No dejar de lado el pasado, la zapata de todo proyecto, porque el futuro sería entonces nebulosa, espejismo o “cantos de sirenas”, que sólo tendría la facultad para seducir. Saber que somos un todo integral: social, político, inviduo-sociedad, espiritual-material, cultural, nada de maniqueísmo. Esto implica, que debemos asumir la vida sin divisiones, sino como totalidad (holístico). Tener la capacidad para comenzar, y no dejarnos derrotar por la pérdida de una batalla o una guerra; pues sobre esa pérdida podrá diseñarse otro desafío o definirse una nueva estrategia. Dar por terminadas las cosas y los capítulos de nuestra historia que ya deben terminar e iniciar otros. Asumir con más fuerza, otras historias y desafíos que debemos llevar más allá. Definir metas, propósitos que tengan los pies sobre tierra. Ah!, pero en los momentos de paz, no cerrar las puertas como en el templo de Jano, no sea que se estén encubando nuevas guerras y emboscadas, que nos agarren por sorpresa.   

   

Feliz año nuevo, 2019! Paz y bien.