Hará ya cosa de veinte años, pero recuerdo el episodio como si hubiese sido ayer. Los delegados dominicanos al segundo encuentro del Foro de Sao Paolo, que se celebraría en Cuba, esperábamos reunidos en un pequeño salón del aeropuerto José Martí, en La Habana.
Francisco Antonio Santos, Miguel Mejía, José Ernesto Oviedo, Narciso Isa Conde, eran algunos de los que allí estábamos a la espera de que nuestros anfitriones resolvieran algunos problemas propios de todo pasajero recién llegado. Vimos pasar a un hombre cerradamente vestido de blanco, con la cabeza toda cubierta de canas y con mocasines también blancos. Al instante se oyó la voz del Gordo Oviedo: Miren, ahí va Gabriel García Márquez.
No bien dicho esto, con esa capacidad para acercarse a la gente que tiene Oviedo, salió tras él, le dio alcance, lo tomó de la mano y al instante teníamos al celebrado personaje frente a nosotros, junto a su esposa, que, por más señas, también vestía de blanco.
No sé del bulto de quién apareció un frasco de ron dominicano y al recibir su correspondiente ración para el brindis de reglamento y mirar la escasa cantidad que contenía su vaso, García Márquez bromeó sonriente y dijo: Se ve lo caro que está el ron en Santo Domingo.
Se quedó de pie y, con esa sencillez propia de los hombres grandes, comentó algunas cosas. Ante una pregunta de Santos sobre el nombre de Macondo, dijo el Maestro que se trataba de un árbol colombiano, que no echa flores, no sirve para madera, da muy poca sombra y tampoco sirve para hacer carbón. Cuáles países de Latinoamérica se asemejan al Macondo de Cien Años de Soledad, le preguntó alguien: Todos, toda la América Latina es Macondo grande, añadió.
Habló también de la piratería. En eso de piratearme mis obras, los dominicanos han roto todos los records, y reiteró su antigua acusación de que una organización de izquierda de nuestro país, y citó explícitamente el nombre de la misma, le pirateaba sus libros. Al fin, dijo como resignado, con la piratería, el autor pierde dinero pero gana lectores.
Al poco se despidió y junto a su esposa siguió por donde iba. Entonces, yo trabajaba en el vespertino Última Hora, por eso, cuando el dirigente cubano Omar Córdova, dijo: Bueno, los que escriben en periódicos ya tienen su tema, le contesté enseguida: En lo que a mí respecta tiene razón.
En efecto, narré el encuentro a los lectores y hoy, cuando el inmenso y legendario personaje ha muerto, traigo de nuevo el episodio a cuento, y al recordarlo, pongo una flor amarilla junto al nombre de ese inmortal de América y del mundo.