Danilo Medina construyó una imagen sobre dos premisas fácilmente reconocibles: la primera, invalidar el estilo de Leonel basado en la centralidad de la figura; la segunda, rescatar la conexión perdida del gobernante con la gente. Esa estrategia fue certera porque, si bien al electorado le reconfortaban las destrezas retóricas de Fernández, ya le agobiaban las ocupaciones del líder en sus propias realizaciones y su distanciamiento de la periferia social. Leonel terminó secuestrado por un núcleo de poder económico que le hizo reo de su desordenado apetito, en tanto Danilo emergía con una proyección pujante que eclipsaba el decadente elitismo de Fernández.
Surge así un presidente que desecha los viajes internacionales, las recepciones, los honoris causa, las agendas diplomáticas y los foros mundiales; un mandatario fácil, simple y accesible que decide gobernar en vez de presidir. Cada arista de la personalidad de Leonel fue estudiada microscópicamente para evitar su mínima reproducción en el modelo de marketing de Danilo, ese que diseñó artesanalmente Joao Santana como fabricante de presidentes.
Los primeros tres años de Medina fueron muy llevaderos; su aprobación rozaba las nubes; bastaba diferenciarse con Leonel y lo hizo siendo fiel al libreto. No conforme con la popularidad que le abonó el simple cambio de estilo, Danilo, hombre flemático, avisado y suspicaz, tenía bien guardada una trama que, una vez develada, dejó sin viento las renovadas aspiraciones del viejo líder. Al final, Leonel quedó sepultado por el lodo guardado en los sótanos del Palacio y, sobre los escombros de su demolición política, Danilo, ya triunfante, izó, como blasón, una reforma constitucional que lo habilitó para reelegirse. A partir de ese hecho empiezan a separarse el Danilo real del ideal, el mortal del mito y la imagen plástica del verdadero carácter. La trastada reeleccionista y el impúdico apocamiento de Leonel pusieron sobre la mesa la auténtica personalidad de un presidente hasta ese momento “bueno”. Poco a poco se fueron revelando las garras de su temeridad y la ambición de sus recogidas intenciones.
La pequeñez de Danilo, inflada en los laboratorios como bombas de jabón, comienza a descubrirse con el tema de la corrupción. De un presidente gallardo y combativo en su primer discurso ante la Asamblea Nacional, a un hombre turbado, elusivo e indeciso, tiempo después. El discurso moral fue perdiendo tono y las acciones, fuerza. El caso emblemático de esa cruzada fue el del senador Bautista, un fiasco que se evaporó en la negociación política más barata.
El gobierno de Danilo Medina perdió encanto y confianza; y, peor aun, quedó sin posibilidad de “renovarse” porque los cargos siguieron ligados a entendimientos políticos. Danilo se convirtió así en un prisionero de la burocracia, obligado a terminar su mandato (este año o en el 2020) con los mismos vejestorios que ya indigestan. Ahora le sobreviene un escándalo que en contextos institucionales más iluminados habría al menos que rendir cuentas o soportar una investigación oficial, pero sería mucho pedir en un medio dominado por la sinrazón de los gobernantes y la permisividad de los gobernados.
El caso de Danilo no es ajeno ni distinto al patrón operativo de la mafia internacional Joao Santana-Odebrecht. Los factores concurrentes en su diseño estructural son los mismos y con iguales objetivos: hubo una contratación de los servicios del estratega y una presencia más que relevante de la empresa constructora en el país, esa que coincidencialmente obtuvo la concesión para la ejecución de la obra más grande del gobierno a través de una licitación cuestionada y una propuesta sobrevaluada. ¿Por qué habría que suponer que, estando los mismos actores instalados en la médula del gobierno dominicano, en los demás países habría tráfico de influencia y en el nuestro, como la Suiza de América, no?
Cada día el presidente se va quedando sin discurso frente a la corrupción. Los esfuerzos para eludirla, maquillarla o esconderla se hacen vanos. Las estrategias de las encuestas será minimizar este tema, presentando otros como los que dominan las preocupaciones nacionales. De hecho, la primera encuesta Noticias SIN-Mark Penn marcó la tendencia según la cual un 45 % piensa que el principal problema del país es la criminalidad y la violencia y apenas un 9 % la corrupción. A Danilo le conviene abreviar el tiempo para las elecciones porque acumulará menos escándalos vinculados a este tema, riesgo que es mayor para un presidente candidato; por eso, insistimos, la estrategia será jugar a la dilución. Nos esperan así muchos espectáculos políticos animados por petardos para provocar las más surtidas distracciones. Habrá fiestas en la farandulería electoral.
El caso de Danilo se parece al de un hombre infiel. Recuperar la confianza quebrada entraña un esfuerzo ingente y creativo. Esa ruptura no se repara con una declaración de intenciones o con promesas tardías, tampoco con defensas genéricas; a una mujer traicionada hay que enamorarla con hechos. Ese es el problema de Danilo: justifica su falta, llegando a afirmar que su gobierno es el más honesto de toda la historia en tanto no puede contar con los dedos de las manos las grandes políticas públicas en materia anticorrupción. Se queda atrapado en “la transparencia” como valor abstracto de su gestión. El problema es que la corrupción no se combate solo con normas ni procedimientos administrativos, sino con actitudes, compromiso y voluntad ética, activos que han faltado en los gobiernos indulgentes del PLD.
Enamorar a un pueblo agraviado supone hacer efectivamente lo que nunca se ha hecho: un fiscal general anticorrupción con un estatuto de independencia presupuestaria, administrativa y funcional que pueda operar con el nivel de autonomía como el que lo está haciendo precisamente el brasileño. A pesar de sus eufóricos momentos retóricos hemos visto y oído decir al presidente que él no está para perseguir a nadie porque respeta la independencia de los poderes. ¿Acaso el presidente de la República no tiene incidencia en la política criminal del Estado, siendo, el Ministerio Público, designado por el Ejecutivo y titular de la persecución criminal? Con esas justificaciones el presidente jamás podrá excusar su infidelidad.
Sin un compromiso institucional con la lucha efectiva en contra de la corrupción como alta prioridad, las visitas perderán sorpresas, el 911 no tendrá urgencia, el metro correrá los rieles del olvido y la alfabetización no creará conciencia. Lula y Dilma hicieron un milagro económico en Brasil y llegaron a acumular los índices más altos de valoración; sin embargo, la corrupción sepultó toda su obra. Hoy, Dilma, que llegó a escalar el 72 % de popularidad, se debate entre unos míseros 7 % y 9 %. La infidelidad mata matrimonios; la corrupción tumba gobiernos. ¡Hora de hacer lo que nunca se ha hecho!