Una de las metáforas más hermosas y trágicas de los comienzos del Nuevo Mundo fue la de Hernán Cortés, "quemando las naves", real y metafóricamente.

Siempre recuerdo la respuesta de un amigo árabe en relación al por qué ninguno de los descendientes de árabes hablaba ese idioma: "Porque mi abuela me dijo que nunca regresaríamos al Líbano".

Como en estos días de pandemias hubo tiempo para darse series completas de Netflix y revisar viejo papeles, saqué un tiempecito para lo último.

Me di cuenta de algo contradictorio: por una parte, de un 80 por ciento de textos que había escrito "en contra", "acabando" con no sé qué, cuestionando, criticando, dejando que la bilis hiciera su trabajo. Por la otra: de una extraña conciencia de haber dicho mis verdades, la mayoría a tiempo. Lo duro ha sido confirmar mi cara ya desfigurada por tantos golpes y la satisfacción de no haber arado en el mar. Me sigo explicando: a pesar del desértico paisaje, me siento tranquilo, satisfecho, por haberlo hecho todo a tiempo y con mis querido amigos. No han importando los altos muros, la indiferencia cuando no los serruchos listos para desmontarme la silla: ahí están los libros que he venido publicando desde 1985.

Pienso esto con un corazón que ya no sé si seguir con él en las manos o ponerlo en otro sitio. Y eso desde hace años. Años insistiendo en la poesía, los cuentos, los ensayos de las letras más viejas de nuestra literatura, como René, Alfonseca, Antonio Lockward, y los muchísimo más jóvenes, como Karol Starocean, Thías Espaillat y  Homero Pumarol, no mencionando a Chiqui, ni a Rita Indiana ni a Frank porque esos se defienden solos.

En medio de los más antiguos y los más recientes, están tres autores y hermanos que se nos han estado yendo desde el año pasado: René Rodríguez Soriano, Luis O. Brea Franco y ahora, nuestro más que inolvidable, Norberto James Rawlings.

Con estos tres desarrollé una amistad de varios decenios, marcados todos por la intensidad, la honestidad, la creatividad, los mismos muros de la iniquidad local. A mitad de sus vidas René y Norberto tuvieron que largarse del país, mientras que Luis O. ya lo hizo en su juventud, devorando la Toscana de finales de los 60 hasta los 70.

Yo también me fui en el 90. No quisiera hacer vidas paralelas, porque sería ridículo, pero de esta experiencia salió una especie común, de distanciamiento por la manera en que nuestras "cortinas de plátano" pueden refrendar aquello de las "cortinas de acero". Esto último dado para decir que esa sensación de hartazgo fue por nosotros pensada, sufrida, reflejada no sé en cuántos espacios, como una incesante terapia colectiva. Es la misma conversación que desde hace años llevo con Nelson Ricart-Guerrero, con Alexis Guerrero y Soraya y otros muchísimos creadores.

René se cansó de los éxitos publicitarios y de la mediocracia cultural. Prefirió guayar la mismísima yuca en La Florida y Texas, antes que estar mendigando un puestecito o un premiecito en Cultura o Educación o Funglode. A veces recordando nuestras conversaciones me siento sobre una caja de dinamita o un dominican-leaks, por la cantidad de horrores en el campo de la cultura: premios a cambio de un polvo, cuentistas robándose libros en tal oficina y disparándoselos a Daniel en el Conde, poetas vendiendo ocho veces los mismos libros a la Lotería, Educación, gerentes arrasando con puestos y mujeres y hombres y lo que fuera con tal de allanar egos insaciables, de premios nacionales matándose por un pastelito en una premiación de la Fundación Corripio, como si no fuera más fácil caer en la yaniquería más cercana de los Prados.

Luis O. Brea Franco fue inmisericordemente devorado por los mismo personajes con los que degustaba vinos de calidad mediana en el patio de Natacha. Lo suyo fue un verdadero calvario bajo el gobierno cultural de Pedro Vergés y bajo Eduardo Selman, muchísimo peor. Lo fueron denigrando días tras días, quitándole el chofer, los empleados, la gasolina. Y a Luis el ministerio de Cultura le quitaba un empleado en la UNESCO y él lograba que al mismo empleado lo repusiera Telecomunicaciones. Y a Luis le quitaban una computadora, y alguna mano amiga le ponía otra. Y a Luis lo sacaron del puesto como botar un vasito de plástico. Nuestras conversaciones del último año se convirtieron en verdaderos paseos por los infiernos del Bosco. Así como dejaron morir a a Cholo Brenes al principio de Vergés -le quitaron el sueldito y ya no pudo pagar su tratamiento de diabetes-, mientras el Ministro gastaba 15 mil pesos por cena en El Cantábrico, también a Luis O. lo comenzaron a devorar entre "coge por allí" y "pasa por aquí". Y ni el primo de Luis O. hizo un carajo, y  lo peor: que ni si siquiera se produjo la compasión suficiente por el familiar, el gran intelectual, el primer filósofo, aparte de una persona correctísima en el trato, festivo en las ideas, más que brillante en sus exposiciones, claro en todo lo que hizo en vida. Un día Luis O. ya no pudo más. A Luis O. lo cancelaron en los mismos días que a Niní Cáffaro, pero mientras el gobierno lamentó la falta de tacto frente al intérprete de "Ruinas", al gran especialista -y único- de Nietzsche lo compensaron meses después, y como un acto de lástima, y con una suma que ciertamente apenas le daba para pagar su medicina y tal vez comprar algún Rossé de esos de tres por uno en El Bravo -donde por cierto, llegamos a coincidir buscando los mismos vinos.

A Norberto lo afectó el Parkinson. Quince años siendo testigo de la mayor injusticia de la naturaleza. En el 2007 me visitó en Berlín, y su presencia dejó una marca de luz en mi casa, mi familia. A pesar de los temblores, le dije que sí, que teníamos que grabar sus poemas, y así conservamos su voz. Claro que tuvimos que editarlo, quitarle todos esos clicks infames de su cuerpo. Cuando él mismo se oyó, así, nítida su voz y sin ese sonido que se hizo habitual en su vida, se alegró.

Ahora no quiero seguir escribiendo ni sobre René, ni sobre Luis O. ni nada de Norberto. Siento que en medio de obvias repeticiones, hay un dolor que cada vez se va haciendo más insoportable. Un dolor que no sabes si es lástima, pena, frustración, distanciamiento, luto.

Ciertamente estoy en duelo. Refino viejísimas conversaciones. Todo me dice que la vida, el amor, la ternura, está en otra parte, y no en este escenario cultural donde priman y premian a los que ruido hacen. Y algo curioso de mis tres hermanos idos es la tranquilidad en sus tonos de voces, la paz que da la confianza en sí mismos, la certeza de haber recorrido con el alma y el corazón por sus lineamientos particulares. Ya fuese en Texas, Boston y aún en aquella guarida de la Dr. Delgado, todo ellos supieron vivir en la dignidad y la creatividad más humana. Sí: porque no basta ser muy creativo, si no es que le pones algo de dignidad y humanidad a lo que haces, ese vivir con el "con todos", el mismo de León Felipe, el poeta que según su propia confesión -la de Norberto-, era al final quien más lo había influenciado en "Sobre la marcha".

Tendríamos que conversar muchísimas horas, y seguramente, la mayoría de ellas sobre la manera en que nuestro país cultural los maltrató. Y de dolores ya estamos más que hartos.

Nos consuela el haber compartido en vida libros de René y de Norberto, habiéndosenos quedado en proyecto uno de Luis O.

Luis O. se hizo más que habitual en nuestras fiestas del libro, siempre puntual, siempre en disposición de compartir sus conocimientos, su tiempo, su agudeza en cada cosa que trataba.

A ellos los celebramos en vida, habiendo hecho todo lo posible porque se leyeran, se valoraran, se dialogara con sus obras.

Ahora nos queda recordarlos con muchísimo agradecimiento, amor, buscando reciprocar la ternura recibida por ellos.