En nuestra cultura prevalecen dos argumentos básicos para la victimización: la pobreza y el destino. Así, en la respuesta a la pregunta ¿por qué fulano lo hizo? es frecuente escuchar razones atadas a las condiciones materiales de vida o a designios inexorables del devenir. Para la víctima, ambos factores están trenzados causalmente, así piensa que es pobre por mandato del destino. Es cierto, el hombre es un producto social determinado por el entorno, pero también es fruto de construcciones de vida.
Redimimos o culpamos al hombre por su pobreza, muchas veces entendida como una condición inapelable. Nos acostumbraron a ver al pobre con pena y no con misericordia. A mi juicio, son sensibilidades distintas: la pena es una respuesta emotiva que provoca a dar; la misericordia es una disposición comprensiva que motiva a ayudar. La primera es una actitud; la segunda, una virtud. No siempre se ayuda dando. Dar dinero a un mendigo pudiera ser útil y siempre perentorio, pero también puede ser una manera de costear un vicio. Ayudar entraña convertir a la víctima en parte de su propia redención. Sacarla de su postración a partir de su valor propio. Dar es mitigar; ayudar es rescatar. El que da conoce la pobreza; el que ayuda, la comprende.
La primera pobreza humana es la pérdida de la dignidad, entendida esta como la estima que una persona tiene de su honor. Cuando el hombre la enajena pierde motivos y voluntad para reivindicarse. Uno de los medios que lo descubre en ese valor es justamente el trabajo, porque afirma la conciencia de sentirse útil, responsable y eficiente. La beneficencia del Estado es corrosiva cuando anula el esfuerzo e ignora al pobre como sujeto de su propia superación.
Una de las perversiones más obscenas del populismo de hoy es dar. Su filosofía social es el reparto como estrategia de dominación. La idea implícita es convertir al ciudadano en un dependiente del Estado; sentir que logra las cosas no por derecho sino por gratitud. En esa lógica, el beneficiario concibe al Estado como papá y al partido oficial como su tutor. El efecto es que el “asistido” se siente atendido solo por esa condición, no por lo que humanamente es o aspira a ser. Así, no solo vive “en” pobreza sino que vive “de” la pobreza como causa para merecer lo mínimo. En ese contexto, el voto se revela como una garantía para asegurarlo y la democracia como un intercambio de favores.
Creo en la formación técnica, en los currículos de contenido vocacional, en la inversión del Estado en los deportes y la cultura, en la tecnocracia, en un sistema de salud universal y gratuito, en una sociedad abierta a las oportunidades, en la promoción al talento, en una seguridad social robusta; resiento, en cambio, de las dádivas y las “ayudas directas” del Estado: fomentan el parasitismo, el clientelismo, la corrupción y quiebran el mérito como condición dignamente retributiva.
Uno de los daños sociales más catastróficos en las democracias de América Latina ha sido convertir al pobre en víctima del mismo sistema que cree redimirlo. Es un perverso juego de héroe y villano. El Estado es a la vez látigo y pañuelo. Las “dictaduras partidarias” como la nuestra se han sustentado con la fuerza social de los débiles y el conservadurismo de los fuertes. Antes, las tiranías eran impuestas por la fuerza; ahora son mantenidas por la subvención. La obediencia era inspiraba por el temor; hoy, por la gratitud. El primer voto del partido oficial, por ejemplo, es de un millón y medio de beneficiarios directos e indirectos del Estado por empleos y ayudas. Entre los dos males, prefiero la represión a la enajenación. La primera alienta el cambio; la segunda conserva el estatus quo. Frente a la primera hay resistencia y conciencia del valor; frente a la segunda, el ciudadano se convierte en residuo del sistema.
El pragmatismo como “ideología sin ideología” es el “poder por el poder” y la clave para los partidos retenerlo está en atender a los dos extremos: pobres y ricos; a los primeros con dádivas y a los segundos con privilegios. En ese escenario, el gobierno idealmente “bueno” es el que da a los pobres y ayuda al gran capital. La mejor ayuda del Estado a favor de este último es el laissez faire (sin injerencias regulatorias ni agresiones fiscales) en tanto mantiene a aquellos sin más horizontes que la sobrevivencia asistida. La clase media, con todos sus grados, se acomoda a la posición de uno u otro extremo dependiendo de su proximidad social.
La parálisis o inercia que muestra la sociedad dominicana en los últimos veinte años ha sido la mejor prueba del éxito de esa estrategia de dominación de la democracia populista, ahora con un valor agregado: una clase económica robusta emergida de los negocios del poder con capacidad para imponer las reglas de juego en una nueva institucionalidad basada en acuerdos políticos y consensos fácticos. Así, tenemos políticos realizados, pobres asistidos, ricos ayudados y la clase media a sus expensas: ¡felices los cuatro!… la tormenta perfecta para que no suceda nada.