En los manuales y en las historias literarias de la República Dominicana es frecuente la utilización de esquemas generacionales para medir el flujo y reflujo de corrientes de ideas o procesos verbales que abarcan un espacio cronológico muy considerable y conflictivo en el marco de una realidad específica. La poesía dominicana ha venido afianzándose a partir de múltiples movimientos, estilos y tendencias, siendo los más importantes Vedrinismo, Postumismo, Poesía Sorprendida, Generación del 48, Los Nuevos, Independientes del 40, Poesía de Postguerra, Pluralismo, Generación del 80 (y su correlato del 90), Contextualismo, “Nuevos Milenials”, con los que se ha ido forjando nuestra tradición e imaginario.
El esquema generacional funciona, empero, en cuanto se le aplica a períodos culturales excepcionalmente densos; se lo percibe, en cambio, como una entelequia, cuando pretende circunscribir los desérticos períodos de la historia de la poesía dominicana a partir de la época colonial hasta nuestros días.
La Poesía Sorprendida, por ejemplo, alcanzó una difusión suficientemente general en el marco de la tiranía trujillista como para que sus efectos influyeran en el ámbito de la poesía nacional. Pero admitido este hecho, es evidente que una perspectiva de análisis desapasionada debería establecer en cada situación la naturaleza del grupo de poetas que encarnó este movimiento y las distintas proyecciones con que lo ejecutaron, estableciendo sobre todo sus aportes más significativos. Aunque desde el período de la colonia hasta el presente siglo, nuestros poetas han asumido una actitud convergente en un objetivo principal: encontrar una expresión poética propia.
Esas observaciones están dirigidas, desde luego, a los supuestos metodológicos en que debe apoyarse toda tentativa de análisis generacional exhaustivo. En el presente trabajo, con su limitado carácter de sinopsis, estas observaciones pueden y deben entenderse como un cuadro reconocido de las carencias de análisis, el de múltiples posibilidades, que quedan sin desarrollo adecuado.
Con una deliberada voluntad de abstracción es posible, sin embargo, señalar en el segmento cronológico de los años 40 del siglo XX una perspectiva poética propia, de decantación y crítica de la modernidad. Estos poetas, prestan especial atención al lenguaje como única realidad del poema desde la dependencia referencial a esta otra forma de existencia, que es la autonomía voluntaria del texto como tal. Los hechos referidos y hábilmente escamoteados cobran existencia sólo al ser nombrados, de modo que el texto se sitúa en un paso de existencia superior en jerarquía al de la propia realidad. El hecho real cobra fundamento y vigencia, pero es tan inexistente, que una vez nombrado desaparece: al final, y al principio, en literatura sólo interesa el acto de nombrar, el nombre mismo, la palabra.
Lo válido para la poesía dominicana es la necesidad de mostrar sus materiales desnudos y primitivos, purísimos y desgarradores; la necesidad de fragmentar y analizar lo real desde una perspectiva moderna. Esta experiencia modificará probablemente las relaciones de nuestra poesía consigo misma, poniéndola a prueba.
Lo que ella se impone tan peligrosamente (puesto que en esto hay una profundización y una renovación de formas, sobre todo a partir de Los huéspedes secretos y Con el tambor de las islas de Manuel del Cabral y Manuel Rueda, respectivamente, que será en lo inmediato difícil comprender), es la idea del origen (la impersonalidad de la voz es una llamada silenciosa a una presencia-ausencia que es anterior a todo sujeto e incluso a toda forma), y es la idea de símbolo cuyo prestigio en nuestra poesía cobró vigencia y esplendor a partir de los poemas de Vigil Díaz, Rafael Américo Henríquez, Tomás Hernández Franco, Franklin Mieses Burgos, Freddy Gatón Arce y Manuel del Cabral, que asume con vigor renovado el uso del lenguaje, enriqueciendo la poesía dominicana a partir de los poetas más jóvenes del siglo XX hasta nuestros días.
El símbolo restaura el poder del sentido, que es la trascendencia misma del sentido, su rebasamiento: tanto lo que libera el texto de todo sentido determinado, puesto que propiamente dicho no significa nada, como lo que libera al texto de su fuerza textual, puesto que el lector se siente con derecho a apartar la letra para encontrar el espíritu. Bajo esta perspectiva hemos asumido el proyecto de seleccionar variados y múltiples poetas dominicanos de diversos movimientos, estilos y tendencias, desde el siglo XIX hasta nuestros días.
En nuestro país, importantes poetas se han afianzado durante las últimas décadas como continuadores de una tradición que se remonta a los comienzos del siglo pasado y con precursores —pocos— en el siglo XIX. Hoy podemos hablar confiados en una poesía dominicana realizada por autores capaces de honrar cualquier tradición poética universal.
La historia de la poesía dominicana, desde sus inicios hasta nuestros días, ha reconocido el imaginario artístico y cultural dominicano como clave de identidad cultural. Los escritores que han forjado su experiencia durante los últimos años, parecen moverse en un espantoso vacío, así como también en una crisis de identidad y búsqueda incesante de una expresión poética nacional propia.
Los años 30 son los más difíciles y trágicos de la historia política dominicana, agitada y trastornada por problemas de orden público y económico que, heredados de los años precedentes, se agudizan produciendo efectos fuertemente negativos en la vida nacional, dirigida por una clase política incapaz de resolver las muchas dificultades que enfrenta el país.
En ese clima de violencia, de ceguera e ineptitud política, ¿quedaba todavía un espacio para el desarrollo de la poesía dominicana? La poesía de compromiso fue acusada de inútil, ociosa y de total incapacidad para incidir en el terreno de la realidad, mientras en lo político, predominaba el extravío y un sentido de malestar existencial debido a la imposibilidad de definirse, ya sea respecto a la realidad o al poema. El poeta se sentía burlado, escarnecido, marginado. Abandonados completamente en sí mismos y a su propio talento, los representantes de la generación de postguerra, después de la guerra de abril del año 1965 se vieron constreñidos a la práctica de una especie de empirismo absoluto, obligados a medirse con una nueva poética, pletórica de trampas ideológicas e ideas inacabadas y rancias.
Si bien el Postumismo (cuyo inicio se remonta al año 1916) trató de cimentar la “poética de lo nacional” a partir del redescubrimiento y valorización ontológicas de nuestra agonías, fisuras, deseos y fantasías, no hay que olvidar que Domingo Moreno Jimenes perdió de vista el hecho que la conciencia objetivamente es inasible por ser ésta irreal. Y que la única manera de descubrir la realidad es inventándola y no simplemente representándola. La realidad de la que participamos reside en el lenguaje, y el verdadero realismo, o tal vez el único posible, es el de la imaginación. La poesía no representa, significa su propia invención.
Según el poeta y crítico dominicano Antonio Fernández Spencer, “el Postumismo descubre de un modo amplio, y por vez primera, la tierra dominicana, el sentido racial y el sentido morfológico de nuestra realidad. El realismo ahora no está determinado por unas normas preceptivas ni por modelos a los cuales hay que ser fiel, sino por el impulso del alma del poeta en contacto con la realidad nativa. La tierra, lo autóctono comienza a tener cabida en los versos que entonces se forjan”.