La expresión plástica creada por la paleta de Elsa Núñez constituye en las últimas cinco décadas del siglo XX la concepción más depurada y prolija de la policromía de las formas en torno a la belleza como corpus domini para representar el silencio a través de rostros de mujeres que, en un exceso de intimidad de la artista, atraen hacia ellas sentimientos de veneración y admiración.
Elsa ha dado a la pintura nacional un ideal estético: la figuración del alma femenina al hacerse semejante a lo absoluto, al abrazar del tiempo el anhelo de sentir, desde la emoción callada del temblor, lo puro que trae el elogio de los ángeles cuando una imagen plasmada excepcionalmente es un desposorio de la luz. ¿Qué es entonces la imagen guardada en su memoria de artista, plasmada por el ingenio de Elsa, de mujeres en silencio, naciendo en síntesis como mujer desde la reflexión de lo sensible, desde el despertar de su interior, desde la inocencia divina, sino más que presencias de ángeles de la guarda, o bien, de angelis, ad bonum angelum suum?
Elsa Núñez tiene predilección por la primavera, pero trae en sus pupilas a la nostalgia como un pensar cotidiano, para dejarse recorrer por el viento, por las flores que visten de multicolores los vestidos que llenan de fiesta-en-calma, a aquellas que el instante visita como un pasajero con el encargo de develar sus misterios. Elsa representa a la femineidad con la frágil gravedad de la solemnidad que toca su esencia, para que la armonía de sus gestos se asuma como valor estético, y como su único adorno a su recurrente expresión lírica-visual que asombra por la viveza atrayente de su espíritu libre, dejado allí, en cada lienzo, donde Elsa nos asume a todas como sus hermanas en la humanidad, en el mundo, y en las fábulas que traen los días.
Eva creadora. En la carpeta de Elsa Núñez me detuve ante una que me atrajo por sus tonalidades y por su conexión con representación tradicional del soplo divino. La obra es el retrato de una mujer mostrada en un primer plano con un vestido de tela de azul celeste largo, aparente y difusamente desgajado; no es un peplo, quizás sí un traje suelto llevado al natural, sin ornamentación alguna. La artista la pinta de cuerpo entero, levemente recostada sobre una superficie firme que asemeja ser de naturaleza marina.
El efecto que causa es de una figura que dirige su atención a “algo”; parece que hablara a solas, pero sin disimular la preocupación que caracteriza su rostro; el seno derecho semidescubierto resulta una estilización de lo erótico; su atención se muestra en confrontación; pareciera que está en las primeras horas de la mañana perturbada por un anhelo egoísta; de súbito la hallamos extendiendo el brazo izquierdo para indicar hacia dónde dirige su pensamiento contenido; este leve gesto le da total autonomía, y trae la alusión simbólica a una historia, a una alegoría que nos es profana pero que sí viene del amor sentir (amoureusen).
Ella pretende entrar en contacto en medio de un estruendo de manera convulsiva con lo sublime y lo sagrado, y con el Dios del amor (Dieu d´amours) sin haber escuchado su voz; es entonces que contrariada por esta “ausencia” de lo no palpable, de manera silvestre le brotan sus atributos sexuales, y le florece en el alma el misterio. A ella sorpréndele no tener expresión de mirada, lo que hace que incluso esté despojada de serenidad, sin embargo, tampoco se atormenta por la cálida ternura; es carnal y tiene la lascivia como signo de ese ritual de pretender ennoblecerse transfigurándose con la belleza del goce del instante deseado.
Esta admirable figura que pretendo describir pintada por Elsa Núñez, es aquella a la que doy el nombre de Eva creadora, la que despertó del ensueño de los siglos sin estar afectada por la inocencia, porque sentía en la carne la melancolía del destierro divino.
Es una Eva creadora duramente triste, por la tristeza de no tener culpas; por esto su rostro es ausente, no tiene argumentos ni vértigos; es una Eva ausente de la pecaminosidad que contiene la angustia del liberum arbitrium, el desgarramiento de la eternidad, las censuras y las incógnitas que lo temporal petrificó como un sollozo del silencio en el momentum en que los ojos se abrieron.
No en vano Kierkegaard escribió que “una mirada (…) es un símbolo del tiempo”. De ahí que un “momento” es mirada de los ojos.
Elsa Núñez con la licencia que le da su de angelis, ad bonum angelum suum tiene el privilegio de ocultar la mirada de Eva. Esto -entiendo- un acto de recriminación hermoso, y aún más cuando por el simbolismo del color azul del vestido y el tono ocre del fondo – que asemeja cuando al crearse el mundo el cielo y la tierra se separan-, se entiende que la artista le da a Eva los dones de ser la criatura de la fertilidad llegada del mar, y no surgida del barro.