Se veía venir, pero estábamos ciegos y sordos. Los expertos y los estudiosos lo habían advertido a tiempo y no una vez, muchas veces. Basta buscar sus declaraciones en los archivos y registros de las últimas epidemias. Basta haber visto la docuserie de Netflix Pandemia, un trabajo fílmico serio y premonitorio. En todos sus episodios, un médico, un investigador científico o un experto sanitario de distinta nacionalidad lo reitera: “No sabemos exactamente cuándo ni dónde va a ocurrir la próxima pandemia, pero es inevitable que ocurra”.
La respuesta general fue la ignorancia y el descuido. Y entonces la calamidad llegó en forma de un nuevo virus que nunca antes habíamos visto, que no conocíamos y frente al cual no estábamos preparados. Es un virus que desafía a la ciencia y a la medicina. Comparado con otros, no es tan letal pero sí velozmente contagioso. Por ahora no hay vacuna, ni tratamiento directo, ni medicamentos eficaces. Nos enfrentamos a algo que no conocemos y que, como todo lo nuevo y desconocido, genera temor y pánico. Una novedad que lleva el signo inequívoco de lo terrible y lo fatal: un mal.
La pandemia viral pone en jaque al sistema capitalista global. Diezma a la población y paraliza la economía y el comercio. José Luis Sampedro afirmaba hace pocos años que el capitalismo es un sistema agotado, que se acaba. Y aclaraba: “No es la crisis, es el fin del sistema de vida occidental, que es insostenible”. Es cierto: el modelo de desarrollo basado en el crecimiento económico, la dictadura del mercado y el estilo de vida consumista, son ya insostenibles. El sistema entero se resquebraja: exhibe sus grietas, sus fisuras, sus llagas, sus pústulas y su pestilencia.
Siempre expeditivos, siempre al acecho del tema del momento, los intelectuales mediáticos teorizan y debaten sobre la pandemia, la crisis del capitalismo y la revolución. Pero no se trata sólo de la crisis del capitalismo como sistema, sino sobre todo de una crisis civilizatoria. La crisis pandémica es una crisis sanitaria que se manifiesta también como crisis económica, crisis social y crisis cultural.
¿Reformar el sistema? ¿Reinventarlo? El capitalismo se ha reformado y reinventado a sí mismo ya varias veces: capitalismo mercantil, capitalismo industrial, capitalismo financiero, capitalismo posindustrial, capitalismo transnacional y global. Ha demostrado a lo largo de su historia una gran resiliencia frente a otros sistemas antagónicos: superó al feudalismo medieval y al socialismo real. Versátil, flexible, dinámico, ha logrado superar sus crisis históricas: el crack de 1929, la crisis financiera 2008. La crisis de las hipotecas de alto riesgo de 2008 golpeó duramente al sistema, afectó la economía global, empobreció y llevó a la quiebra a muchas familias, pero nadie se encerró en casa. Esta otra crisis de pandemia ha noqueado al sistema, causado estragos mortales, conmocionado y confinado en casa al mundo entero.
El capitalismo es un sistema resiliente, cierto, pero su capacidad de recuperación no es ilimitada, no es infinita ni eterna. Ningún sistema –tampoco el capitalismo- es capaz de reformarse y de reinventarse permanentemente a sí mismo. El sistema capitalista está profundamente desgarrado por las tremendas contradicciones internas y por las enormes injusticias y desigualdades que engendra. La alternativa socialista fracasó rotundamente, y hoy no tenemos a mano ninguna otra, no hemos inventado su reemplazo.
El relato neoliberal universalmente triunfante desde el año 1989 se ha derrumbado. Era otra metanarrativa falsamente emancipadora. Sus valores, los del mercado, son valores pérfidos y perversos. La reducción del papel del Estado en la vida económica y social tiene su precio. El ojo panóptico del Estado nacional vigilante puede planear hoy sobre las vidas de los millones de individuos confinados en sus casas, pero no puede aspirar a durar por mucho tiempo, pues entra en conflicto con el mercado. Y el mercado, para poder funcionar y regir, necesita de consumidores vivos y sanos, “libres” y móviles.
El neoliberalismo ha acelerado el desastre medioambiental y provocado el colapso del sistema de salud pública, y ha sido incapaz de impedir las muertes de decenas de miles de personas contagiadas por la pandemia del coronavirus. La lucha por la vida y contra el virus es también una lucha contra el sistema opresor que aplasta al sujeto. Para la mayoría de la gente, y sobre todo para los más pobres y vulnerables, esta es una lucha terrible porque no sólo es una lucha física, sino también una lucha mental, una lucha emocional y una lucha financiera por la supervivencia.