Daniel Mantovani, el escritor-personaje central de la película argentina El ciudadano ilustre, tiene razón en su decir paradójico: la mejor política cultural es no tener ninguna. El Estado no “tiene que defender” la cultura: la cultura se defiende sola. Cuando el Estado pretende “defender la cultura”, lo que realmente hace es manipularla e instrumentalizarla a su antojo y conveniencia, para sus propios fines. Lo hace por razones de Estado, que son razones puramente instrumentales. Porque las políticas culturales suelen ser ideológicas –cuando no partidistas, sectarias o personalistas-, pero la verdadera cultura siempre sobrevive a ideologías, partidos y sectas. El Estado no tiene que defender la cultura: con que la respete basta y sobra.

Conviene reiterarlo una vez más: en la República Dominicana, la política cultural siempre ha estado subordinada a la cultura política, que hoy es medularmente clientelar y rentista. En realidad, la cultura nunca le ha importado a nadie. Ni a políticos, ni a empresarios, ni a ministros, ni a legisladores, ni a educadores, ni a gobernantes, ni a gobernados, a nadie. A los únicos que les ha importado de verdad es a un puñado de creadores artísticos y hacedores culturales. Que la cultura no le importe a nadie no sólo es penoso y deprimente en un país tan pretencioso como éste. Es un signo inequívoco de nuestra barbarie filistea.

Para la cultura, como para cualquier otro ámbito, el clientelismo es un virus, un virus ideológico devastador; la peste es la politización de la cultura, el manejo de la cosa pública como botín de guerra, la rebatiña por cargos y puestos; la plaga es la ignorancia y la indiferencia, el desprecio y la insensibilidad.

Ignorar y subestimar la trascendencia de la cultura es la mejor prueba de nuestro secular filisteísmo. Por eso, hay que cambiar radicalmente la manera como se trata la cultura desde el Estado, cambiar el imaginario político, liquidar la vieja cultura política y crear una nueva. Hay que crear una economía de la cultura, una economía política de la cultura enfocada en la producción, el consumo, la recepción y el disfrute. Hay que dejar de ver y tratar la cultura como un gasto inútil, una pesada carga, una inversión no redituable, sin tasa de retorno. Hay que verla y tratarla como cualquier otro sector productivo de la economía capaz de generar bienes y servicios. Hay que concebirla y manejarla como una empresa productiva, generadora de bienes y servicios artísticos y culturales, esto es, como una actividad económicamente rentable. Hay que apoyar y fomentar el desarrollo de las industrias culturales y creativas por su incidencia en la creación de empleos, el estímulo a la demanda interna y el crecimiento del Producto Interno Bruto anual.

Es cierto: nunca será suficiente la inversión del Estado en materia cultural. Pero tampoco jamás se valorará con justicia el inmenso aporte de la cultura a la sociedad y la economía. Siempre se ignorará que su mayor aporte no puede caber en datos y cifras estadísticas por ser intangible: es el aporte a la memoria, a la construcción de lo social y lo identitario, a lo que somos y estamos llamados a ser como pueblo y como nación, a nuestra presencia en el mundo. Porque, en esencia, toda gestión cultural desde el Estado debe constituir una gestión de la memoria, de la afirmación de la identidad aquí y ahora, pero también de la diversidad y la diferencia. No hay cultura sin alteridad.

Desde el azote neoliberal (verdadera plaga para nuestros pueblos), la cultura ha sufrido duros golpes en todas partes: recortes, limitaciones, cierres. Suele ser la primera víctima de las crisis, las políticas de austeridad del gasto público, las reestructuraciones, las reducciones de personal, las eliminaciones y fusiones de carteras. Basta mencionar el caso del ministerio de Cultura del Brasil, eliminado tras el escándalo de la gigantesca empresa Petrobras. Ahora se ve castigada severamente por los estragos de la pandemia del coronavirus.  Y por eso, en estos tiempos de terrible angustia a morir contagiado por el nuevo virus, que una nación como Alemania haya incluido a la cultura como “bien de primera necesidad” es una señal de esperanza. Que el gobierno alemán haya decidido salvar a las instituciones y organizaciones más pequeñas e independientes, es muy alentador. Sí, lo sabemos: lo primero es la vida, la salud. Ni siquiera la economía, ni la educación, ni la justicia. La vida, la salud. Pero son el arte y la cultura los que hacen posible que la gente sobreviva en casa esta larga cuarentena sin desesperarse ni volverse loca, sin aburrirse ni deprimirse, sin matarse a golpes ni tirarse por el balcón, en la llamada “nueva normalidad” del “quédate en casa”.

Los políticos y los tecnócratas suelen subestimar –por ignorancia o por indiferencia, lo sabemos- el valor de la cultura. El mejor argumento contra esos “haters” abiertos o encubiertos es un meme que el sector cultural ha puesto a circular por las redes sociales: “Si crees que los artistas no son importantes, intenta pasar esta cuarentena sin música, ni libros, ni poemas, ni fotos, ni danzas, ni películas, ni pinturas”.

El arte y la cultura sobreviven allí donde la política cultural fracasa porque la cultura política la contamina y la degrada. Las buenas políticas culturales, si las hay, están engavetadas en los escritorios ministeriales; no falta más que sacarlas y aplicarlas.