El ciudadano ilustre es una muy buena película argentina de 2016. La comedia dramática dirigida por los cineastas Gastón Duprat y Mariano Cohn, escrita por Andrés Duprat y protagonizada por Oscar Martínez, está hecha con tanto amor como inteligencia y talento. Su vigencia la hace recomendable a escritores, artistas, intelectuales, burócratas y gestores culturales del patio.

La historia del ficticio escritor argentino Daniel Mantovani aborda el tema de la relación conflictiva entre el autor y el lugar de origen. En su exilio europeo por más de cuarenta años, galardonado con el Premio Nobel de Literatura, un día le llega la invitación de la municipalidad de su natal Salas, un pequeño pueblo también ficticio de la provincia de Buenos Aires, para recibir la máxima distinción que otorga: la medalla de Ciudadano Ilustre. Estando allí lo seleccionan como presidente del jurado de un concurso de pintura local.

El guion de la película es estupendo, pleno de diálogos inteligentes. El día de la premiación, el alcalde repite el manido discurso de la defensa de la cultura por el Estado: “Estoy convencido de que la cultura es central en el desarrollo de toda sociedad y que desde el Estado tenemos la obligación de promoverla. Les quiero agradecer a ustedes que a nos ayuden a defender nuestra cultura”. Mantovani, descreído, de espaldas a unos horrorosos cuadros premiados, le riposta de inmediato: “La mejor política cultural es no tener ninguna. ¿Defender a nuestra cultura? Siempre se considera a la cultura como algo débil, como algo frágil, como algo raquítico que necesita ser custodiado, protegido, promovido y subvencionado. La cultura es indestructible, es capaz de sobrevivir a las peores hecatombes (…) Creo que la palabra cultura sale siempre de la boca de la gente más ignorante, mas estúpida y más peligrosa”.

Cada vez que se produce un cambio de gobierno, en el sector cultural surge una cruzada de “defensa de la cultura”. Se habla de cambio de paradigma en la cultura, se propone un nuevo modelo de política cultural que sustituya al viejo modelo gastado e ineficaz, y se afirma la necesidad de elaborar y aplicar políticas culturales eficaces y modernas.

El asunto no es local. La UNESCO dedica cuantiosos recursos a celebrar foros internacionales y a publicar documentos (los llamados “papers”) con interminables debates y conceptualizaciones sobre el nuevo perfil a adoptar en materia de política cultural. Sin embargo, no se cuestiona a fondo el concepto de cultura, ni la prioridad de la agenda cultural de los nuevos gobiernos.

Pensar (o repensar) la cultura implica también pensar en un entramado de relaciones: la cultura y la política, la cultura y el poder, la cultura y la sociedad, la cultura y el diálogo intercultural. Todas estas relaciones hay que pensarlas desde una perspectiva crítica: desde la crítica cultural (que es también crítica política) y desde la llamada sociocrítica.

Pero de qué se trata, en esencia: ¿de pensar en un nuevo modelo de política cultural o de pensar en una nueva cultura política? ¿O tal vez de ambas cosas? Una cosa es cierta: no es posible pensar la política cultural sin pensar también la cultura política vigente.

En la República Dominicana, como en tantos otros países latinoamericanos, la relación entre política cultural y cultura política ha sido una relación de subordinación. La cultura siempre ha estado subordinada al poder político y a formas autoritarias de gobierno. Lo mismo vale para las políticas culturales respecto a la cultura política, que es y siempre ha sido clientelar y rentista. La política cultural, que consiste en la política pública de gestión del arte y la cultura desde el Estado, se ha supeditado históricamente a las prácticas clientelares y rentistas del mismo Estado y de sus gerentes, los gobiernos y los partidos gobernantes. Estas prácticas deformes no se explican por sí mismas: responden a un determinado concepto del manejo del Estado-nación: el Estado como oportunidad para hacer negocios, como vía expedita de enriquecimiento ilícito. Bajo este concepto, cualquier gestión cultural pública se convierte en instrumento de dominación política o en plataforma para la acumulación originaria. La cultura política como imaginario se impone sobre la política cultural como necesidad. La cultura deviene entonces simulacro. El simulacro es el virus en la cultura.

Es preciso superar las visiones instrumentales que conciben y manejan la cultura o bien como artículo de lujo, o bien como negocio para el lucro, o bien como espectáculo, o bien como barniz, pero nunca como un bien de primera necesidad. La cultura es productividad material y espiritual, intercambio comunicativo y simbólico, totalidad y no fragmento, acontecimiento y no espectáculo, ser y no aparecer, acción y territorio de sentido y no simulacro. Si no se ha entendido eso, no se ha entendido nada.