Siempre ha existido en mí la curiosidad por saber cómo avanza una generación. Cómo se da ese cambio de relevos en cada generación y cómo una tradición da paso a nuevas costumbres que se van forjando con los años en tradición. Me preguntaba si esos cambios se daban de golpe, de manera progresiva o si una mañana algún visionario despertaba e imponía una nueva tendencia que marcaría esa generación por el resto del tiempo que le quedara.
Hace unas semanas dos hechos divorciados uno del otro me confirmaron que ese cambio, además de progresivo, se da justo frente a nosotros. En nuestras propias narices. Recogía a mi hijo Rafael Eduardo al mediodía en el colegio y como ya es costumbre un par de veces en la semana lo acompañé al patio mientras jugaba por un rato antes de partir a casa a comer en familia. Irónicamente, por asuntos de la edad y el ambiente tan familiar y acogedor de la escuela, la parte más trabajosa es lograr sacar los niños del patio y abandonar el plantel.
Es muy común que el cuadro de ese momento del día incluya uno que otro niño llorando mientras los padres a puro pulso de convencimiento y psicología hacen malabares para salir de allí; una madre parada en la puerta de salida simulando irse a modo de presionar al hijo y hacerlo reaccionar de que es hora de marcharse; y otros que negocian la partida y entre promesas de comprar algo donde el paletero o alguna actividad que los entusiasme, logran el objetivo de sacarlos de allí sin llanto y sin mayor esfuerzo. A esta pequeña familia, hasta ahora, le ha resultado negociar y marcar límites claros. Así, cada situación y medida se ajusta a la mecánica de cada familia.
Una joven madre de una pequeña que no alcanzaba los tres años de edad le dice con voz de espanto a la hija “Vámonos que por ahí viene el policía a meterte presa! Corre, ven!”. Inevitablemente me remonté a mis años de niñita en los ochenta cuando el terror eran los cascos negros y el infame hombre del sombrero negro, que para asustarnos más se nos decía que andaba con un saco al hombro para robarse los niños que se alejaran de sus casas. Aunque siendo justa, no sé de quién escuchaba estas atrocidades porque a decir verdad ese tipo de cosas nunca las escuché en mi casa, pero lo cierto es que llegaban a mis oídos y sí me asustaban un montón.
Días antes del episodio en el patio, mientras esperaba el turno en el consultorio del pediatra de mis hijos, un hombre joven con cara de enojo literalmente arrastraba al baño a su hijo de no más de cuatro años, seguido por una mujer joven aparentemente la madre. Los dos se encerraron en el baño para darle una pela a su hijo porque se había orinado en los pantalones. El plan fracasó porque los que allí estábamos, incluyendo una doctora con su recién nacido en brazos, tocamos con insistencia la puerta para cuestionar a la pareja y a riesgo de ser insultados o apartados de aquel episodio, reprochárselo a los padres y no permitir el abuso. Al menos no con nosotros allí.
Si bien es cierto que las pelas de aquellos años no dañaron a nadie de mi generación, también es cierto que los niños de ahora razonan y se expresan de una manera asombrosa y muy distante de lo que alcanzábamos en aquellos momentos. El tiempo obliga a cambiar, a marchar a su ritmo. Y el ritmo habla de menos miedo, menos violencia, más razonamiento y más respeto.
@paochaljub