El tiempo en la pintura de Dionisia Blanco transfigura el ser en el mundo. Por eso cada objeto se define en la imagen cíclica, que retorna y se reconstruye a sí misma. Cada figura representa un vértigo, un enervamiento febril o la ebriedad de la nada. Fuga del ser hacia ningún lugar del mundo. Aquí los rostros se ocultan como rombos cerrados en el vacío, y las manos se extienden ya exánimes sobre el cuerpo disecado del futuro.

Toda reflexión es inútil y letal. Durísimo silencio, introspección y locura. Única salida: el tiempo "otro", fabuloso y onírico, que nos revela el mundo en sus auténticas dimensiones místicas. La vida: temporalidad y ultraje sucesivo donde el hombre agoniza o muere.

Así, el tiempo en esta pintura no es otra cosa que el tiempo móvil del ser, puesto que toda ontología se funda a partir de las combinaciones que Dionisio hace de los colores para describir estados de ánimo, que luego producen unos efectos cromáticos que perfilan estas atmósferas llenas de objetos mudos y el contacto dinámico con la naturaleza.

Según el pintor estas imágenes de Sembradores en el tiempo, evocan las poses clásicas de campesinos, idealizadas por la acción del trabajo, y muestran, además, la idea de las diversas nociones del tiempo que aparecen en estos cuadros (objetos mudos) como son: narración, acción, escena, diálogo y atmósfera. En fin, estas imágenes evidencian los objetos que nos parecen verosímil, esto es, la percepción de lo real.

De ahí que lo instantáneo no está ni siquiera en el tiempo. Si existe es por pura alusión metonímica de los rostros que se ocultan en sombreros. No obstante, si desveláramos estos rostros poniéndolos al descubierto, entraríamos de seguro en el mismo centro del nacer, es decir, en el sueño, la otra cara de la realidad. También en el mandala o espacio donde concilian y pactan los contrarios.

Desvelar estos rostros, es, pues, entrar en el caos, o inversamente, en la armonía y el orden. Por ello el sol dentro de los rostros o los rostros mirando

al sol, simbolizan la duración suspendida y el lugar oculto del cosmos, en tanto los sombreros ocultan los rostros como signo de renovación y cambio espirituales.

El sol es el punto extremo del éxtasis, el goce y la nostalgia del paraíso, que prefiguran la ausencia del tiempo. Luego, la imagen que ofrecen los sembradores no es otra que la del tiempo concebido como fruto sagrado. Si la tierra dinamiza el tiempo es porque le pone término a la imagen telúrica a través del trabajo. En tanto los sembradores emergen como aerolitos de dolor y se disuelven en el sol, pues el sol significa la esperanza y la felicidad, y el arquetipo sagrado que define metafísicamente la existencia.

La tierra está estrechamente ligada a la vida, porque los sembradores asisten a la creación del mundo al trabajar en ella. Su relación con la tierra desvela su comportamiento con respecto al tiempo lineal. En cambio, el tiempo sagrado es el tiempo del origen y el instante prodigioso en que la realidad se manifiesta en forma de mito.

Al participar simbólicamente en la aniquilación y en la creación del mundo, el hombre a su vez, es creado de nuevo, en cierto modo, reintegrado al tiempo fabuloso y primordial del origen. Tiempo sagrado e indestructible, donde el acontecimiento místico hace posible los acontecimientos históricos. Por tanto, los sembradores transfiguran con sus gestos y poses las dimensiones misteriosas de la vida, al captar lo real a través de lo místico.