Históricamente documentado resulta que la forma mediante la cual representamos el Escudo de Aquiles como un objeto plano, redondo, con un umbo central –el eje defensivo de defensa de forma puntiaguda–, rodeado de franjas circulares y un borde exterior que cerraba el círculo, profusamente decorado por añadidura, no existía en el mundo micénico, ni en Grecia ni fuera de ella, y que en cambio, esta forma fue típica de una época posterior, dos o tres siglos después de la epopeya homérica de la Ilíada, bajo influencias orientales.
Semejante situación resulta ser para mi sumamente significativa. La imagen circular del tiempo es un reflejo de la forma en que los pueblos orientales conciben el transcurrir de los entes como el desplegarse en una forma cíclica, recurrente, circular, cerrada en si misma como un uróboros.
Se puede aludir a autores modernos que sostienen en sus obras esta manera de concebir el ser de lo temporal. En tal sentido es posible encontrar en la obra del pensador ilustrado italiano Gian Bautista Vico, a uno de los filósofos destacados en relacionar su perspectiva de la historia de su época con una visión cíclica del tiempo. También se pueden presentar otros dos modos de interpretar el tiempo en cuanto circular, uno desde la mirada de Schopenhauer, y el otro desde la contemplación del mundo por parte de Nietzsche.
En el primero, influenciado y difusor en Occidente del pensamiento místico de los Vedas, uno de los libros sagrados de la India, leemos en el segundo tomo de su obra capital, El mundo como voluntad y representación, lo siguiente: Por todas partes y de manera general el verdadero símbolo de la naturaleza es el círculo, porque es la imagen del retorno: esta es de hecho la forma más generalizada en la naturaleza, que se realiza en el todo, desde las órbitas de las estrellas hasta la muerte y el nacimiento de los seres orgánicos, y sólo con ello se hace posible en la inagotable corriente del tiempo y de su contenido una entidad consistente, es decir, una naturaleza. [MVR II, § 41].
Por otro lado, en un pasaje central del Zaratustra de Nietzsche, en la tercera parte, capítulo dos, parágrafo dos –cuya importancia es resaltada por los más destacados interpretes de esa obra–, titulado: De la visión y el enigma, el autor expone una interpretación metafórica del eterno retorno de lo mismo, es decir, elabora una concepción circular del tiempo. Nietzsche recalca: Todas las cosas derechas mienten (…). Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.
El tiempo entendido como momento, como trance, como circunstancia, como unidad vital, no entendido desde su transcurrir a largo término, es decir, como una teoría de la historia, y analizado desde nuestra época, se muestra en su despliegue como momentum, como una relación entre sus elementos estructurales con una determinada consistencia, y se define objetivamente mediante el significado de la palabra griega: ékstasis. Este término en su etimología procede del latín tardío ex(s)tăsis y anterior a ella procede del griego εκστασις (ekstasis) que quiere decir: ser o estar fuera de sí.
El tiempo en su estructuración momentánea, no se constituye como un compuesto de partes externas las unas de las otras, diferenciadas entre sí, como –por ejemplo–, los puntos sucesivos de una línea, dónde el punto anterior queda fuera del siguiente.
En las modalidades en que se manifiesta el tiempo vivido, que es el que nos interesa aquí, a diferencia del tiempo medido, se dan unas especies de magnitudes de temporización interrelacionadas, vinculadas, que se constituyen como momentos arquitectónicos de una síntesis estructural, que se manifiesta en tres momentos concomitantes o movimientos de toma de consciencia que efectúa nuestra conciencia de manera siempre inacabada, continuamente en movimiento, siempre abierta y continuamente volviendo y recomenzando desde sí misma.
Así el tiempo vivenciado se abre en tres ékstasis, estructuralmente interelacionados e inseparables.
Desde la vivencia que aparece a partir del horizonte de la modernidad –desde el umbral epocal que incluye la revolución industrial y la francesa– el ékstasis que viene señalado como primario del momentum temporal es el futuro, la flecha que señala al pro-yecto o a los fines por los que actuamos, la meta hacía dónde nos dirigimos y por la que luchamos. En nuestro ser de modernos siempre prevalece la mirada hacia el porvenir.
Mientras que en la antigüedad, –y en las sociedades tradicionales–, el baricentro crónico no es el futuro, sino la tradición, es el pasado ritual y litúrgico el que traza las pautas de lo acontecido que siempre han de repetirse, pues considerado como lo fundacional y originario.
Este sería el de dónde viene la legitimidad desde lo sagrado. El pasado, en estos mundos se transforma en la fuente de legitimación y en el metro de una vida plena de sentido, por ello funge como maestro y criterio definitorio de lo pleno.
El ser en estos ámbitos consistiría en repetir: re-petir; pedir, solicitar siempre de nuevo. Consistiría en –como define la palabra el Diccionario de la RAE: volver a hacer o pedir lo ya hecho o dicho.
Para el griego antiguo la tarea del hombre es volver a recomenzar lo siempre realizado, existir sería buscar repetir siempre de nuevo los orígenes –esta sería uno de los cometidos del teatro, de la tragedia, volver a colocar al hombre del período clásico ante el vértigo que produce el origen y al revivirlo lograr purgarlo de lo banal e intrascendente–, en el entendido que en cada repetición se debe intentar alcanzar un grado superior de aproximación a la perfección.
De lo que se trataría no es de producir de nuevo el mismo hecho, acto, o comportamiento, sino de buscar llevarlo a su culminación, al non plus ultra. Solo esa aspiración al perfeccionamiento en cada momento nuevo es lo que nos asegura que cada vuelta a los orígenes nos proporcionará una comprensión más profunda de lo que es, de lo que vuelve y debe volver a ser.
Cómo llega a decir Nietzsche en uno de sus fragmentos póstumos, que está a la base de su método genealógico: El que vuelve a los orígenes encontrará orígenes nuevos.
En un ensayo nuestro, publicado en el hoy lejano 1982, titulado, El asombro como actitud, que representa mi primerizo intento de elaborar una interpretación del sentido de Grecia para nuestra cultura occidental, concluía al señalar, respecto a nuestro destino, que este consistiría en repetir de continuo la actitud de Grecia ante el mundo y textualmente señalaba algo que aún con más fuerza sostengo ahora: Repetir la fundamental actitud del asombro significaría re-petir el talante originario de nuestra historia, de la historia de Occidente, y así tal vez, retornando de esta suerte a los orígenes, encontremos orígenes nuevos para nuestra necesitada época.
Esta visión, que representa lo fundamental del repetir de la actitud de Grecia para sustentar la cultura de Occidente, la comprendió a fondo Pedro Henríquez Ureña, cuando señala que: Grecia (…) creyó en el perfeccionamiento del hombre como ideal humano, por humano esfuerzo asequible, y preconizó como conducta encaminada al perfeccionamiento, como prefiguración de la perfecta, la que es dirigida por la templanza, guiada por la razón y el amor. [P. H. U., Obras Completas. UNPHU, Tomo V, p. 238.]
En la figura crónica de la repetición, además, se fundamenta la lección ética que para Nietzsche nos ofrece el eterno retorno de lo mismo. Esta se condensa en una formula expresada en latín: Amor fati.
La expresión significaria amor al fato en italiano, que por su cercanía con el latín sería traducible como la palabra dictada a la que habría que adecuarse y de la que resultaría inútil intentar escapar. De allí que pueda traducirse como destino, como una fuerza ciega, predestinada y misteriosa que regularía todos los acontecimientos de los hombres y el universo y de la cuál ni los dioses podrían escapar.
El amor fati consistiría en asumir plenamente todo el ser, sin discriminar entre lo que suponemos como lo bueno o lo malo.
Dicho con sus términos: Mi fórmula para expresar la grandeza del hombre es el Amor Fati: no querer que nada sea distinto, ni en el pasado, ni en el futuro (…) No sólo soportar lo necesario sino amarlo.