Durante los últimos años hemos asistido a un proceso cada vez más acelerado de "idiotización" de nuestro ser. El Internet, el módem, la informática y más recientemente el llamado ciberespacio se han apropiado simbólicamente del yo. Nuestra magia en carne y hueso. Heidegger buscaba allí el misterio último de la fundación precisa de una metafísica. Una sensación ontológica de comunicación de uno con el mundo.
Pues bien, ¿hay alguna morada posible de coextensión en los márgenes en blanco de la vida y su errático destino? El ciberespacio crea una inicua variable de soledad, expansión y de muerte en el reposo. Una sensación tal vez ilusoria de cohabitancia y comunión.
Yo soy el primer hipnotizado ante el hechizo y la teatralidad de la imago de esa transparencia. Empero, el aliento de mi transcendencia, seducida por la fantasía de esa transparencia, no hace metástasis ni en absoluto me inhibe. Exquisita e ingenua forma de seducción fatal. Enigma que quizás enmascara el fundamento del ser. Este es el auténtico rostro de la muerte ultramoderna, hecha de la conexión objetiva, sin falla, ultrarrápida, de todos los términos de un sistema.
Según Jean Baudrillard , las verdaderas necrópolis ya no son los cementerios, los hospitales, las guerras, las hecatombes, la muerte no está en absoluto donde se cree; no es biológica, psicológica, metafísica, no es ni siquiera mortal. Sus necrópolis son los sótanos o los halls de computadoras, espacios blancos, expurgados de todo ruido humano. Ataúd de cristal donde se congela toda la memoria esterilizada del mundo. Sólo los muertos se acuerdan de todo.
Algo como una eternidad inmediata del saber, una quintaesencia del mundo que hoy soñamos con enterrar en forma de microfilms y de archivos, archivar el mundo entero para que sea redescubierto por alguna civilización futura; refrigeración de todo el saber a fin de que resucite, paso de todo el saber a la inmortalidad como valor/signo.
En el análisis de este nuevo patafísico del yo, las computadoras son esa muerte miniaturizada a la que nos sometemos con la esperanza de sobrevivir. Los museos están ya ahí para sobrevivir a toda esta civilización, para testimoniar… ¿qué? Poco importa. El sólo hecho de que existan atestigua que estamos ante una cultura que no tiene sentido para sí misma y que no puede sino soñar con tener algo posteriormente para alguien. Todo se vuelve así entorno de muerte desde el instante en que no es más que un signo miniaturizable en un conjunto gigantesco. El uso de la computadora ha alcanzado un grado tal que frente a esa pantalla podemos experimentar precozmente nuestra autodestrucción como un placer estético de primer orden. Esta actitud inducida o radicalmente alienante, ha venido a desarraigar toda nuestra tradición. Las ingentes energías que derrochamos en ese tipo de tecnología no deben ocultarnos que no se trata en el fondo, sino, de lograr esa "reproductibilidad indefinida", que es, sin embargo, un desafío al orden actual que vivimos; pero que, finalmente no se trata más bien que de un cierto modo de simulacro. Una solución deshumanizada y poco misteriosa para el nuevo enigma del mundo.
La crisis actual es una buena señal y no una simple metáfora del ocaso incipiente de nuestra sociedad. Del mismo modo que se ha venido produciendo una nueva alienación propiamente moderna, nacida de la cuantificación, vertiginosidad y abstracción del Internet.
El Internet, opone, a lo real abstracto y cosificado la revancha imaginaria de la calidad y de lo concreto. Humaniza, mediante la técnica, contra la técnica, poblando el mundo técnico de presencias: voces, músicas, imágenes. Igual que los arcaicos vivían rodeados de fantasías, de espíritus, de dobles onmipresentes, de la misma manera vivimos nosotros, los civilizados de este siglo, en un universo en el que la técnica resucita esa antigua magia. Así, la modificación de las condiciones de vida bajo el efecto de las técnicas, la elevación de las posibilidades de consumo y la promoción crean un grado ígneo de fantasía excesiva para el desarrollo futuro y las propensiones espirituales del universo. Para algunos teóricos de la posmodernidad vivimos una era ciegamente posindustrial. Era del vacío y la innovación. Para Lipovetsky vivimos en una sociedad fundada en el valor irremplazable, último, de cada unidad humana, en la que incluso el arte propone formas dislocadas, abstractas, herméticas; se presenta como inhumano. De repente nos invaden los ciberpunks y agotan nuestras posibilidades de infinito. Esos terribles chicos nos desembarazan de lo irracional y la magia. Estamos condenados, indefectiblemente, a cambiar de conducta. No hay salida posible a esta guerra de las parábolas vertiginosas y las leyes ciegas de Internet. Sin recuperar lo simbólico del alma, esos mismos tatuados del destino, legitiman y refuerzan nuestra incertidumbre.