Descendió, hacia el norte por la avenida Monumental, el breve cortejo fúnebre que llevaba hacia  Cristo Redentor los restos de la última de las 9 hermanas Rossi. Todo prometía una tarde normal. El cielo despejado, la brisa soplando ocasional, los concurrentes apacibles porque mi tía había vivido 99 años y ni a la hora de su muerte lo hizo con sobresaltos. Venía del baño, de brazos de su hijo mayor cuando, toda ella colapsó. No estaba enferma, casi nunca había enfermado de nada, pero tenía 99 años y como recuerda su hijo ahora:

-Se desgonzó, se me iba a caer. La retuve. . . con cuidado, la puse en la cama, me quedé frente a ella, esperando, asustado, tratando de entender . . . y ya no respiró mas- concluye apesadumbrado y resignado. En total, habrían transcurrido apenas unos segundos.

Por su longevidad y su tranquila partida, no habían lágrimas en el sepelio, sino solamente recuerdos, memorias comunes y, hubiera sido genial, que así hubiera terminado la tarde.

Pero no fue así.

De repente escuché unas voces que argumentaban. Trataban de hacerlo quedo, pero me llegaba el ruido. Aunque no podía distinguir detalles de lo que discutían, parecía que trataban de ponerse de acuerdo. Finalmente, pude escuchar una de las voces asintiendo.

-Esta bien, rómpanla.

Me pareció que era un asunto de albañiles y sin darle mayor importancia, regresé a la plática con uno de los nietos de mi tía.

Casi de inmediato, el ruido de un martillo atacando con fuerza la madera desgarró la paz del cementerio. Ni siquiera entonces me molesté en indagar.  Presumiendo que llegábamos al  momento final del sepelio, adelanté unos pasos en dirección al nicho. Al hacerlo, no pude evitar el disgusto ante el ruido que hacía la madera al crujir desprendiéndose del féretro.

En el país de las inexactitudes e imprecisiones, donde nada funciona como debe y como se espera me dije: “están desprendiendo las asas del ataúd porque alguien no calculó la anchura y ahora no cabe”.

El ruido de tablas quebrándose, desgajándose a golpe de martillo, la madera haciéndose pedazos me hizo fijar la mirada en el féretro.

Un hombre blandía un martillo de albañil en el aire y lo descargaba con fuerza sobre la tapa del ataúd.

-Están rompiendo la caja- exclamé verdadera, inusitadamente asombrado.

Una amiga de la adolescencia me miró extrañada y me dijo.

-Es para que no se la roben Melvin-

¿Como que para que no se la roben?

Ella, como lo mas natural del mundo me explica. Hay un cierto, ligero tono de fastidio en su voz. Supone que yo debería saberlo. Ella sabe lo que hago. Me ha conocido por décadas.

-La caja se rompe para evitar que se la roben porque hay quienes se dedican a eso y uno no quiere que lo hagan con sus muertos.

Mientras digiero el razonamiento, cada martillazo rompe un pedazo de mi. Veo a mi tia Lidia con la expresión apacible que tenía al fallecer y me convenzo que no hay razonamiento científico que la libre a ella de escuchar horrorizada esos martillazos y que no hay razonamiento ni explicación capaz de mitigar mi indignación.

-Mierda- exclamé incontenible. –Donde hemos llegado. ¿cómo es posible?

Robamos las tapas del alcantarillado, las defensas laterales de las carreteras, los separadores de vías, los reductores de velocidad, los alambres telefónicos y eléctricos.

-Mierda- exclamo de nuevo y a esto todavía lo llamamos país y todavía me dicen que debemos defender la dominicanidad. Y alguien me dice que en los cementerios eso está sucediendo hace tiempo, otra persona mejor conocedora me dice que se ha denunciado pero no necesariamente documentado. Igual o peor pienso yo. La desconfianza es tan grande, la inseguridad tan generalizada que basta con que la gente crea que sucede para que decida incurrir en una acción que de repente parece tan abominable como el robo mismo: romper el ataúd donde reposa su deudo.

Pero no. La idea de que a Tia Lidia pudieran haberle violado su recinto para robarse la caja es tan terrible que empujó a su hijo a consentir la ruptura. Así, fuera de este momento terrible de madera crujiente, el piensa, los demás piensan que tendrá paz. Nadie podía garantizarle la otra alternativa.

-Mierda, donde hemos llegado-

-Mierda, lo que nos falta-

-Mierda, como puedo dejar de luchar frente a tanta mierda.