El voluntariado es un arma poderosísima, no solo para ayudar al prójimo, sino para desarrollar en las personas las competencias que necesitan para el mundo del trabajo

Hace cerca de una década, en una visita profesional a una organización jesuita, me sorprendió ver a jóvenes en estado de vulnerabilidad conformando equipos de voluntarios para realizar obras de acción social. Lo normal para mí ha sido ver a estas personas en el otro lado: recibiendo ayuda y no otorgándola. El sacerdote a cargo de la obra percibió mi sorpresa y expresó de forma categórica que “nadie es tan pobre que no tenga nada que dar” y que “el ser humano crece en el servicio”.

Esas palabras quedaron grabadas en mi corazón y esta semana adquirieron para mí mayor sentido al leer un artículo de una compañera de trabajo, en este caso proveniente de una clase socioeconómica distinta de los anteriores, que decía: “Gracias a ese voluntariado en el que me inscribí para darle valor a mi tiempo libre, obtuve la tan necesaria primera experiencia laboral”.

Entre los profesionales de gestión humana hay cada vez mayor consenso sobre el impacto que tiene en el logro de los objetivos organizacionales el que las personas sean capaces de demostrar competencias de trabajo en equipo, empatía, orientación al servicio o resiliencia y adaptabilidad al cambio, entre otros. En la organización en la que tengo el privilegio de trabajar, por ejemplo, el 80% de la evaluación de desempeño anual de colaboradores corresponde a competencias conductuales y solo el 20% a aspectos técnicos y funcionales, con lo que la retroalimentación sobre esta evaluación se convierte en un espacio en el que se discuten comportamientos y se identifican formas de corregir aquellos que no contribuyen al logro de nuestra misión.

Estamos, ahora, cerrando en mi organización el período de evaluación de desempeño de los colaboradores y este tiempo coincide con la preparación para lanzar un proyecto que busca colocar jóvenes en prácticas laborales. Con estas dos energías y movida por las palabras de mi joven compañera, descubro en el voluntariado y las actividades de acción social una oportunidad poco aprovechada en nuestro país para propiciar el desarrollo de competencias en las personas.

El ambiente académico tiene limitaciones para desarrollar esas competencias que cada vez los puestos de trabajo son más rigurosos en medir, por lo que hoy día se hace más necesario encontrar formas de exponer a los jóvenes a experiencias reales que de forma sistemática contribuyan a su capacidad de generar valor en los ambientes en que operan. Programas bien estructurados de voluntariado y actividades de acción social pueden contribuir a complementar el currículo en su tarea de formar a los ciudadanos que acompañen al desarrollo económico y social de nuestro país.

“El que no sirve, no sirve”, nos decía a menudo el Padre José Antonio Esquivel, y con ello nos introducía a la máxima ignaciana de “En todo, amar y servir”. Hoy, a la luz de la realidad del mundo en que vivimos, encuentro en esta propuesta que los jesuitas nos traen desde hace más de 400 años, nuevas razones para promoverla: podemos poner nuestro corazón para la ayuda al prójimo que tanto promovió Cristo y que nuestra sociedad necesita, y al mismo tiempo beneficiarnos particularmente de las experiencias y competencias que vamos a adquirir.