He optado por los conceptos de eternidad y epifanía, del poeta cubano José Lezama Lima, porque según él, somos seres para la resurrección y no para la muerte, como diría Heidegger. Epifanía misteriosa del poema, súbito de la imagen, que nos redime y fundamenta, y que brota del espacio y la gnosis, como promesa eterna de vida. En la finitud de la página en blanco somos la luz (el poema), “el primer animal visible de lo invisible” (el misterio y su eternidad). La eternidad del instante u «ocupatio temporal» de la sobreabundancia y la dicha. La poesía, en Lezama Lima, se define por la sobreabundancia, a través de la imago, que nace y transfigura el poema en eras imaginarias, poéticas, históricas y culturales. La dicha del poema: la resurrección del verbo y la palabra, encarnación instantánea del ser para la muerte, insurrecta y viva, y siempre infinita y viva en el poema, como ente celestial de alegría y gozo.
Esos instantes excepcionales que, en un poema o en un período histórico, alcanzan la plenitud de una forma, aunque cuando parezca sumergirse o naufragar sin sucesión visible, provocan una cadena de resonancias, una nueva irrupción de lo naciente, que hace engañosa la aparente enemistad de los condicionamientos causales y lo que Lezama llama “el incondicionado poético”, ya que se trata sólo, como advierte en la primera línea de Imagen y posibilidad, de una causalidad más “secreta”. Al buscar ese “punto errante”, el mediador, como el cocuyo, nuestro “ animal carbunclo”, entre lo viviente y lo estelar, que nos convida a penetrar el bosque oscuro, a partir de ese punto rotativo cuyo sueño sólo toca en la hoja escogida, y asciende cada vez a zonas de más luz, sin sobresaltarse
por el caos de lo intermedio, Lezama nos obliga a ver en su descendimiento a los “orígenes” sólo la búsqueda de ese único impulso que está en la raíz, lo mismo de las fabulaciones míticas que de la naturaleza o la historia, traspasándola con un desconocido fulgor. Por eso dice: “Gota, germen, corpúsculo, esfera trocándose fluencia, cuerpo, participación, logrando la epifanía verbal por la que el cuerpo se vuelve signatura”, y substancia inmaculada de resurrección.
En Lezama, la sobreabundancia puede ser una gracia (en el sentido teológico), o un don. No es lo que importa. Importa más saber que Lezama Lima la asume como una manera de existir y que, como la existencia misma, no es “una posesión sino algo que nos posee”. En efecto, hay otros poetas de la (sobre) abundancia; pensemos, por ejemplo, en uno contemporáneo y también latinoamericano:
Pablo Neruda. No es posible, creo, otro caso más privilegiado. Las acumulaciones de Neruda, sus largos inventarios de la naturaleza, sus encadenamientos metafóricos son un modo de poseer el mundo, describiéndolo aun indirectamente; la realidad sigue siendo, en última instancia, más poderosa que la imaginación y se constituye en su apoyo irremplazable. Lezama, en cambio, trabaja tangencialmente, por impregnación. Cada palabra suya —como lo explica en un poema— puede ser un “apeiron de arcilla”, pero sólo está sostenida “por la respiración nocturna”, y el poeta no hace más que hilarlas como un “Parménides ciego tejiendo la alfombra de Bagdad”. Quiero decir: Neruda busca la “equivalencia” del mundo y cree en ella; como se ha dicho muchas veces, es un poeta neorromántico y, en cierto modo, “antisignatario”: la cosa, lo dado es quizá lo más importante para él (“Hablo de cosas que existen, Dios me libre, de inventar cosas cuando estoy cantando”). Lezama, por el contrario, parece buscar más la “modulación” del mundo; su poesía trata, en fin de cuentas, no con la realidad de los seres y las cosas sino con su “respirante diferencia”: así, el mundo sólo puede estar encarnado en la “imagen de la suspensión” que va trazando el hálito del lenguaje, como morada del ser para la resurrección.
Naturaleza y sobrenaturaleza: el orden natural es así reformulado por el código de su abundancia, de su realización. Esta deducción supera, asimismo, la ideología tradicional del orden natural como demostración de espíritu: el orden natural está, en la obra de Lezama, según Julio Ortega, “en situación transitiva”, tiende a ser, a conocerse y a desconocerse en un espacio de indagación ontológica. De modo que aquí el drama espiritual del mundo es su posible transformación: la realidad, parece decirnos esta obra, tal como la vivimos y pensamos, tal como la decimos, es sólo una posibilidad del sentido, no su realización mayor.
En verdad, ese drama radica en la latencia de la transmutación, que supondría un orden natural trascendido en su propia inmanencia; o sea, no se pretende negar el mundo y su espesor real, no se intenta una fuga simple de un orden naturalizado, sino que, más bien, se reconstruye con la imagen una naturaleza más plena , libre de determinismo y su caída; y la poesía, como la literatura, como la historia y la cultura, es el proceso de conversión: la vía realizadora de esa sobrenaturaleza ganada. En último término, la sobrenaturaleza vendría a plasmarse como el espacio superior de un orden natural humanizado. Si ya en Vallejo y en Neruda la exterioridad es una materia que no responde por el lenguaje, y por lo tanto, según Julio Ortega, la poesía debe proceder a su decontrucción, promoviendo de ese modo tanto una profunda revisión del idealismo como una nueva percepción de la materialidad esencial del mundo; en Lezama es posible verificar, hasta cierto punto, un movimiento similar al de Neruda: la sustantivación por la irradiación material del lenguaje, el vértigo del sentido en los sentidos, en la vida original y física que precede a las formas del pensamiento. Pero es también posible verificar un movimiento similar al más radical emprendido por Vallejo: la materialidad del mundo demanda un pensamiento asimismo exteriorizado, rehecho desde su raigambre física, orgánica, viva. Como Vallejo, Lezama desplaza el sujeto del lenguaje al objeto material y preformal del mundo. Pero, a diferencia de Neruda, Lezama no emerge de esa materialidad para sustentar los poderes terrestres del sujeto que al nombrar devora; y, a diferencia de Vallejo, la materialidad sustantiva no supone en Lezama la rebelión de la cosa frente al nombre, ese mutuo desequilibrio y esa conciencia crítica moderna. Este es el movimiento que corresponde a un retorno a la materia originaria: el poema se moviliza como el magma que acarrea las fuentes del Primer Día, o de la resurrección de la muerte, para lograr mediante el poema, el espacio gozoso de la vida eterna.
La obra de Lezama, al final, remite el sentido de su unidad a un acto sin sentido: a la certidumbre de una fe, o sea, al acto previo a las ideologías, a esa zona indemostrable que es un abismo del lenguaje. No el hombre para la muerte sino el hombre para la resurrección: esta visión del mundo asume el propósito espiritual de su obra en un acto de remisión final, que es incontestable; como lo es su creencia en la poesía como vía paradisíaca. En el fondo, estas apuestas últimas de la obra no tendrían sentido si no vinieran de su origen mismo: de su religiosidad, que no en vano actúa como el reconocimiento de una energía primordial y sensorial.