Escribo este artículo un día plomizo y húmedo. Me siento como un perro cuando rebusca un acomodo en un piso mojado, dando vueltas torpes en el mismo epicentro. Las horas perecen al pie de mi ansiedad. En la pesadumbre derramo el café sobre un documento legal, luego enciendo el televisor para airear el embotamiento. ¡Qué suerte! Euclides Gutiérrez Félix aparece de la nada; ¡Dios!, lo más parecido al día. Como siempre: hosco, tétrico y mordaz. Hablaba en una entrevista grabada hace meses. No sé si el canal tenía una programación luctuosa.

Para el viejo Euclides, el que no acepta al PLD como la epifanía de la redención social es un “disparatoso”, vocablo que debiera patentar por su uso maniático. Se asume y habla como una autoridad enciclopédica; es infalible y omnisciente: una adaptación posmoderna de Da Vinci, Voltaire, Diderot o Montesquieu. Me provoca cuando descalifica, juzga y condena de forma desdeñosa pero con dureza espartana. Es delirante oírle decir “baboso” a cualquier profano que no comulga con su religión partidaria. Sus juicios inquisitorios recuerdan las sentencias de horca del Santo Oficio o los sádicos descabezamientos del Estado Islámico. El que no endosa sus anacronismos polvorientos es perremeísta, antipatriótico o agente de la embajada americana. Hace poco dijo: “No es verdad que este es el gobierno más corrupto, eso lo dicen nuestros enemigos que sí son corruptos. Un partido fundado por Juan Bosch no puede ser un partido de corruptos”. ¡Sublime!

El pobre Euclides está decrépito. Vagabundea por puro ocio en su propia soberbia como un espectro del tiempo, atrapado en décadas perdidas. Todavía “cree” que el PLD es el partido de rifas y verbenas como cuando sus dirigentes vestían chacabanas de poliéster, camisas Bazar, zapatos rancios y pantalones de gabardina con fundillos ajados. Euclides está desprogramado; debe ser “reseteado”; obvio, si su cerebro es compatible con las redes digitales del pensamiento moderno. Sus desvaríos lo obsesionan con aquellos años en los que sus dirigentes más aventajados manejaban carritos Lada o cepillos Volkswagen.

El historiador más vendido de América Latina (RD$ 342 millones en su declaración jurada de 2012) se aferra al “proyecto de liberación nacional” que en teoría sustenta al partido más acaudalado de la historia dominicana. En su bipolaridad proletaria-burguesa, “el profesor” Euclides (como le llamaría Leonel Fernández) rescata en balde un pasado que hoy reniega de cuerpo entero al PLD de otrora. Un partido huérfano de ideología, mística e instinto ético, tomado por empresarios de la política y las apuestas, negociantes del poder, y cazadores de contratas. Ese mismo PLD de Bosch que impuso la impunidad como institución y la corrupción como carta indulgente. El partido que descubrió, explotó y afirmó el activismo político como el oficio mercante de más rápido rendimiento social, donde jóvenes que no alcanzan los cincuenta pueden declarar un patrimonio de cinco o diez millones de dólares sin abochornarse. El partido que tasa y premia el mérito por la pericia para hacer fortuna en menor tiempo. El PLD de casino, clanes familiares, pactos oscuros, negocios políticos y complicidades obscenas. El PLD de Félix Bautista, Víctor Díaz Rúa, Luis Manuel Bonetti, Alberto Holguín, Miguel Pimentel Kareh, Francisco Javier García y Felucho Jiménez, entre otras proceridades históricas. El partido de las comisiones de reverso, de las offshores, de las cuentas de izquierda, de las sobrevaluaciones, de los repartos, de los trasiegos, de las licitaciones fachosas, de las mafias de hidrocarburos, de las nominillas, de los abultamientos consulares, de los Tucano, Odebrecht, Punta Catalina, OISOE y Comedores Económicos, por citar sus leyendas más icónicas. Un partido que olvidó hace tiempo las escuelas de formación, los congresos políticos, la reflexión dogmática, la disciplina, la actualización ideológica y la identidad partidaria; reducido a un Comité Político como órgano supremo, soberano y autártico o como espacio iluminado al que solo llegan los cortesanos de sus dos divinidades rivales. Ese es hoy el PLD de ayer. Más que un partido, una organización portentosa de poder sustentada en acuerdos de colusiones pero degradada como entidad política.

El PLD es la identidad marcaria de una asociación concentrada de intereses dominada por un pragmatismo utilitario, donde cuenta lo que conviene y no lo que se debe; desgarrada salvajemente por los apetitos más desbocados del poder. Todo lo que se pueda recordar de su pasado es apenas una mención romántica y pálida para exornar guiones discursivos. Solo el cretinismo político más tribal puede conciliar, sin afrentar a la verdad, el pasado y presente de una organización que perdió el sentido natural del servicio al pueblo para servir a sus miembros. Lo digo, creo y escribo a riesgo de merecer la calificación más desprendida del profesor Gutiérrez: ¡un disparatoso!