Sucedió  en el Parque Cervantes, un histórico lugar ataviado con el  árbol del caucho,  tan hermoso  que se aventura   a competir  con   las palmeras que bordean  el malecón.

Compañeros de vida y de historia se juntaron   bajo su sombra con   los jefes militares que lucían   sus  condecoraciones y  el tricolor de los caireles, no así  los  militares constitucionalistas que las dejaron  perennemente prendidas  en el uniforme militar que entregaron  a la Patria en 1965.

El general Antonio Imbert Barreras llega para   compartir con nosotros el  homenaje  al coronel que enfrentó en la guerra.   “Lo cortés no quita lo valiente”, fue mi réplica a las interrogantes y hubo que admitir que lo ultimo no se le puede regatear al general.

Me deleito observando  a  funcionarios y combatientes, catorcistas y  militares, cristianos y marxistas    junto   a decenas de  estudiantes,   ponderando las hazañas de    Rafael  y admito sin modestia que se debe a mi trabajo y   a costa  de mis años de juventud y de mis entregas.

Y en la acera sur, a espaldas del mar, firmes y  en atención frente al busto del coronel  a quien  rendirán los  honores de estilo  por su ejemplo y por  su vida,  oficiales y  el Cuerpo de Cadetes, sostienen las banderas y los fusiles que encarnan    el honor militar que ronda el lugar.

Mis emociones,  a veces  encontradas y siempre   contenidas,   se trastocan en curiosidad cuando observo a    mi bella hija Ingrid,     artista de la fotografía, que se mueve ágil  e    interesada alrededor de  un niño que se revela  limpiabotas  por la típica  cajita donde guarda    el lustre y   el cepillo  e imagino que  también  sus ilusiones.

Se crea entonces un cuadro de contenido,    formas y colores excepcionalmente simbólico y estremecedor.      Con sus brazos pegados al cuerpo y sus pies juntitos el niño se mantiene inmóvil y erguido  frente a los cadetes mientras   los aviones vuelan  rasantes sobre la plaza erigida   al coronel  que dejó sembrado   el honor en la Fuerza Aérea   Dominicana.

De repente,  mis sentimientos pasan de dulces a amargos  porque la escena evoca    la despiadada   explotación  a los  niños de un   pueblo empobrecido.

El Secretario de Cultura me obliga a prestarle atención cuando dice:

“Como el fundador de la nacionalidad dominicana, el Coronel Fernández Domínguez creó un esquema de pensamiento en el que salen a flote innumerables aspectos que muestran su capacidad para entender y asimilar los procesos históricos, y mantener a raya los embates de la maldad política y de las trapisondas humanas.  No buscó honores ni riquezas con su lucha…

Al estudiar su pensamiento y evaluar sus actitudes permanentes de defensa del ideal democrático y de respeto a la soberanía nacional, encuentro singulares empatías con el pensamiento duartiano.

Desprendido, perseverante, idealista, valiente, inteligente, inmaculado y gran patriota, el Coronel Rafael Fernández Domínguez es hoy uno de los grandes próceres que el ideal duartiano sembró para mantener viva la llama del patriotismo y la defensa de los intereses supremos de la patria dominicana”.

Lo que escucho es   suficiente para convencerme de   que al fin   se reconoce la obra de Rafael y  el malestar  se atenúa.   Recupero  mis fuerzas preparada para una tarde que vislumbro    inolvidable.

Tres cadetes marcan  el paso hacia  la plaza  para enhestar la bandera nacional que a partir de ahora  ondeara tras  el   busto de bronce   del coronel.

Al toque de corneta el niño colocó la cajita en el suelo e hizo el saludo militar.

Minutos  después, los primerísimos  danzarines Pastora Delgado y Armando González  mueven sus cuerpos y desnudan sus  almas sobre la imponente tarima  para escenificar con exquisita  elegancia    el adiós que Rafael le dejo a Arlette plasmado en una carta de la  que   Patricia Ascuasiati removió las entrañas.   Sobre  el grandioso escenario ella entremezcló a sus bailarines con un grupo de cadetes para encuadrar con turbador dramatismo la danza del amor, de la guerra y de la muerte.

Escucho  un sollozo y veo  lágrimas en el rostro   de don Isidro Santana,  de  mi sobrino  Juan Lora  y de algunos  combatientes de abril;   yo   no me conmuevo porque aprendí a encubrir   la nostalgia    y mis lágrimas permanecen furtivas   entre  los afanes y la costumbre.

Han pasado algunos años de aquella tarde irrepetible. Pero  el limpiabotas ya no lo es y los cadetes son oficiales y los capitanes coroneles,  hasta   llegar al más alto   rango.  Y desde su kepis estrellado,  simbolo de poder,  un  “hombre  militar” -como decia el coronel Fernandez Domínguez- se eleva y  deja un ejemplo limpio y  contundente a  un ejercito de hombres que deben  enraizarse    en los pueblos y los campos de la Patria para  que exista    una auténtica  justicia social y desaparezca para siempre la inexcusable miseria y exclusión     de tantos hermanos   dominicanos. (* Originalmente escrito el 12 de julio de 2006 para el periódico Clave Digital).