A Rubén Abréu
Santiago siempre tuvo un complejo de inferioridad. Santiago nunca se perdonó haberse dejado arrebatar su condición de capital. Nada puede curarlo: ni su condición de primer Santiago de América, ni la insensatez de creerse – mucho antes de que preclaros estadistas hicieran lo mismo con la Capital – un Nueva York chiquito: su Monumento era el Empire State; su calle general Cabrera, la Primera Avenida; su 16 de Agosto, la Segunda…, su calle Luperón, la Primera; su calle Cuba; la Segunda… Y así hasta llegar a la avenida Central y a la avenida Valerio…
Pero de todos estos intentos de creerse una metrópolis, el más antiguo lo fue su más antigua urbanización: los Jardines Metropolitanos. En aquellos tiempos los Jardines eran un verdadero edén, colocado en el centro mismo del universo. En los Jardines también las calles se nombraban por números. Nadie conocía sus nombres oficiales, con los que se honraban a músicos mediocres, a héroes olvidados, a oligarcas incestuosos.
Como paraíso terrenal, en los Jardines abundaban los árboles de javilla americana, de mangos, de naranjas agrias, de cajuilitos solimanes, de araucarias, de sangres de cristo, de flamboyanes y de cañafistola (con cuyos frutos se preparaba a un té amarguísimo que era un cuchillo contra las lombrices). En el parqueo del Cine Doble, había además una ceiba que era el mismísimo árbol del bien y del mal.
Como paraíso terrenal, en los Jardines abundaba una fauna exótica: el vendedor de Última Hora que era bizco; el de los dulces de leche que venían en varios sabores y tamaños, todos envueltos en dos capas de papel vejiga (el mismo con el que se hacían chichiguas con palitos de hojas de coco) y amarrados con un hilito; el carretillero que compraba botellas y al que, faltándole los dientes de arriba, los muchachos gritaban “diente ‘e cortafrío”, corriendo el riesgo de recibir su pescozón si el botellero los agarraba; Peña, el que cortaba la grama de los exiguos patios – con su máquina podadora y sus enormes tijeras – y que siempre llegaba en un motor; el billetero, el cartero “pineo”, los limpiabotas, las marchantas montadas en burro o a pie, con sus canastas llenas sobre sus babonucos; los maniceros y los limpiabotas; Fonso Saleta, el terror de los muchachos, que nunca se graduó de médico pero sabía poner inyecciones; el “cambio, compro y vendo, novelas y muñequitos”, que por cinco cheles cambiaba los paquitos leídos por otros que no lo eran; el vendedor de esos croisanes criollos que llamaba pan camarón y que prometía, rimando, que “pone los viejos como un cañón” y que rebuznaba a la perfección para regocijo de la muchachada, pero solo si antes le compraban sus panes fríos y grasosos…
A la fauna humana se agregaba la fauna de verdad: los gatos, un mono enjaulado y los perros, siendo los más ilustres el chihuahua del doctor que, habiendo declarado sus hijos con nombres que comenzaban por R, al igual que el suyo, se llamaba Ruqui; y Boli, el de Rony, estrella de softbol. Cuando su dueño se mudó, Boli se negó y se quedó en el vecindario. La doña fan de Raphael lo adoptó y lo añoñó, hasta el día que murió y lo acompañó llorosa y vestida de negro, caminando detrás del camión de basura que le sirvió de carro fúnebre.
Sus habitantes eran beatos, como correspondía a los inquilinos del paraíso. Durante las cuaresmas olorosas a frijoles con dulce participaban sin mancar en sus viacrucis, en los que las viejas devotas cantaban salmos desafinados, como lo hacían en la iglesia. Esas viejas eran guardianas de la moral: desparpajaban a los novios lujuriosos que devoraban gallinas en las galerías; los obligaban en contra de su voluntad a ir a misa; y con un pedazo de cartón, ocultaban a los perros que singaban en plena calle (discúlpenme, los perros no hacen el amor ni fornican).
En los Jardines vivía una clase media que había sacado sus casitas de cuarenta mil pesos con préstamos a veinte años y con el fruto del sudor que perlaba sus frentes desde el lunes hasta el sábado a mediodía. Y como buenos cristianos, guardaban con rigor el día del Señor. Luego de ir a misa, se entregaban a un descanso bien ganado: el vendedor de plásticos oía los discos del Trovador Codina; la hacendosa ama de casa, los de Raphael España; el estudiante de arquitectura, Los Hijos de Sánchez, de Chuck Mangione; el abogado, los merengues de Joseíto Mateo, el verdadero rey del merengue (y no Pipí Franco, que pretendía usurpar su trono); el locutor, “Cien canciones y un millón de recuerdos” (mientras, borracho, citaba el libro de los Proverbios: “Vanidad de vanidad, todo es vanidad”). Los muchachos lavaban los carros de los pais. El del abogado, el Impala verde botella; el del vendedor de plásticos, el Toyota Crown azul cielo; solo se salvaban el del locutor, que no tenía carro, y la prole del vago vendedor de zapatos, que sí tenía un Chevrolet café con leche e interior de piel de leopardo, por ser un chancletero. Solo el primera base de las Águilas osaba trabajar en el estadio Cibao, pero ¿Qué se podía esperar de un americano, de un protestante, de un hereje?
Pero en los Jardines no solo había mansas ovejas, también había malas pécoras. Ese vendedor de zapatos, por ejemplo, que, en lugar de lavar su carro, se la pasaba todo el día fuera de la casa sentado en una mecedora que apodaba “Lucha” (“Aquí, siempre en la lucha”); el vendedor de seguros que arrastraba las sillas de la marquesina del vendedor de plásticos, para que no pudiera guardar el carro cuando llegaba de noche; el beodo que envolvía la botella de ron de cada día en papel periódico, como si no supiera que todos sabían qué contenía; el francés que mandó a su mujer para Francia y se amancebó con la muchacha del servicio (que por cierto no era de mal ver); la hija del ferretero a quien este encontró fornicando en la cama del dominican york (los humanos sí fornican)… Las peores pécoras eran los tecatos: el que, vestido de vaquero – botas, yines, camisa de cuadros, pañuelo al cuello y sombrero – se sentaba con su walkman bajo el flamboyán, y que brindaba a los mormones un magnífico té de hongos que mantenía calientico en su termo, haciéndolos irse tripeando con sus bicicletas al hombro…Y los otros, bastantes más guillaos, que se fumaban aquellos cigarrillitos de maraguariguaná criada con ternura en las lomas de Jacagua, y que andaban siempre con sus lentes de sol y con botellitas de colirio para los ojos colorados.
De seguro fue por esos pecadores que Dios hizo pagar a los justos, fue por eso – o porque hicieron mucha plata – que estos se mudaron y los Jardines se llenaron de negocios que quebraron, de hoyos en sus calles, las que se vaciaron de peatones y de vendedores, en las que campean ahora solo los delincuentes que desde sus pasolas arrancan cadenas y celulares. Fue por eso que los Jardines pasaron de paraíso a infierno, mientras Santiago, a pesar del “Gran” Teatro del Cibao, sigue teniendo alma de pueblo.