Como en todo gran poema, hay por los menos tres entradas principales al constructo literario “Makandal”: se consigue entrar en él vinculándolo a los grandes relatos poéticos nativos; se pueden visitar sus verbalmente lujosas y múltiples habitaciones desde la perspectiva del discurrir poético del propio autor; o penetrar en él por vía de sus descendientes literarios. El Palacio Makandal, “nombre de lo escondido y lo innombrable”, posee por esta misma condición también muchas ventanas, varias puertas secundarias, sótano, zaguán, altillo, etc. Puede por tanto ser en principio analizado como discurso constructor del mito identitario nacional, con las metodologías de la Literatura Comparada y la Preceptiva Literaria, o desde la teoría poética de la Angustia de las Influencias, así como desde múltiples otras aristas no menos significativas que estos tres primario vestíbulos teóricos.
La última de todas estas puertas abre también a las moradas en que residen los lenguajes de relevantes poetas contemporáneos, abre a la simiente lírica de Rueda. Una vez me referí con amplitud a ello, y lo repito aquí:
Es precisamente el creador del pluralismo, Manuel Rueda, [dije entonces] el padre genitor por una vía u otra de los tres poetas dominicanos más importantes de la actualidad: Alexis Gómez Rosa, Cayo Claudio Espinal y José Enrique García. Gómez Rosa, lo mismo que dos o tres [otros poetas], contrajo el pluralismo (cuya inoculación –como por vía del zancudo– fue tan fugaz en la década citada [los 70] como en el panorama literario general, salvo, como se verá más adelante, en Cayo Claudio Espinal y desde éste a Noé Zayas y al novísimo Víctor Saldaña). Tales mudanzas las ejecutará Alexis Gómez Rosa a lo largo y ancho de su trayectoria literaria. Este curioso poeta proteico nos sirve de ejemplo en la diagnosis: ya antes había sido cantor contestatario; después trabajaría el haiku y el concretismo hasta parar a cierta especie de neo-postumismo de sus últimos libros, versión actualizada (en amalgama) del ideario criollizante, salvo que el sujeto, en este maremoto de la verbalidad, se ubica en tierra isleña y también allende sus acantilados, además de contener [y desbordar, diría hoy] una pinta de barroco y neón de la ciudad.
Cayo Claudio Espinal (verdadero homo sintaxier, como quiso Mallarmé) también arranca de las aperturas pluralistas en su importante primer libro, Banquetes de aflicción, pero luego se convierte poco a poco en el teórico (y con la praxis, claro está) del Movimiento Contextualista: escritura “cuyo eje creativo central se mueve a través de géneros, artes y textualidades diversas”, según explica: afinidades manifiestas con la escritura plural. Su más reciente libro, La mampara (2002), es el texto más ambicioso jamás escrito, me atrevería a decir, en nuestra historia literaria, un verdadero acontecimiento de pulsión lingüístico-imaginativa: collage de contextos que incluye teatro, ciencia, ensayo sociológico, cómic, estadísticas, narración, fotografía, en sus 395 páginas.
José Enrique García, por su parte, rescata la herencia del Manuel Rueda más sereno, dado menos a los quiebres del significante. Ese remanso que se empeña en decir, evocar y describir desemboca, sorprendido, en el relato. Si algo lo distancia de Gómez Rosa y Espinal es su rechazo al feísmo y a la experimentación: mas, si algo los vincula es un común interés por la épica (en Alexis la barrial, en Cayo Claudio la de los próceres y en José Enrique la del hombre común en contacto con el mundo natural); aunque, siendo preciso, la escritura de ninguno de los tres atenta contra el sentido. (León Félix Batista: Cebar a Can Cerbero [de la poesía dominicana actual] Revista Alforja #33, México, verano 2005)
La segunda puerta da, directamente, a ver en este libro –el último que publicara Rueda– como el culmen de la obra de una existencia letrada, puesto que, tal y como señalara en su momento el crítico y narrador José Alcántara Almánzar “Las metamorfosis de Makandal representa la culminación de la carrera poética de Manuel Rueda, quien es el gran innovador de la lírica nacional, con una conciencia de modernidad que se manifiesta desde sus primeras obras.” (En la revista Ciencia y Sociedad, Volumen XXIII, Número 4, octubre-diciembre 1998)
Otro batiente de esta puerta abre a una tentativa manifiesta: el mito Makandal cernido en el tamiz autobiográfico. Y es que, según declara José Rafael Lantigua, “El poeta no sabe cómo llegó Makandal a sus sueños, quién le inoculó su veneno, el torbellino de su nombre, quién le mostró en la duermevela de sus instintos y de sus querencias a ese ‘dios desnudo de los laberintos’, entre tías que acompañaban en Montecristi su infancia de mar y sal, y cerca de un Haití de donde provenía aquel ‘ángel del harapo’, que fue el dios de sus fantasías”
Es decir que estamos frente a un libro supremamente íntimo en cuanto a visión del mundo, ideología y credo. De ahí que la figura legendaria del François Makandal viviente (esclavo, cimarrón, rebelado contra sus amos blancos y oficiante del vudú, según Moreau de Saint-Méry), sirva de pivote a Rueda tanto para recuperar el bucolismo de la infancia como para la provocación (al Poder político y a la agenda de ocultación racial en los discursos de fundación nacional) que en esencia constituye este poema. No es simplemente cifra y símbolo de la negritud negada y el soslayo de la haitianidad latente, sino también vehículo de apóstrofe y querella contra la codicia político-económica: baste recordar el gran desfile de ratas del Palacio Makandal: La rata nacional / de pie sobre su ratonera / la rata de bicornio / la rata tartamuda / la rata epiléptica / la rata ciega. ¿Qué podemos hacer, se pregunta el poeta, con tantas ratas de minucioso tránsito / por los pasillos del Palacio? Inventarse otro Palacio, pienso yo: un palacio de poesía edificado en un lenguaje desmitificador y lúcido, rebelde y cáustico.
Pero al entrar por la primera y ancha puerta de los relatos poéticos nativos, encontraremos que Las metamorfosis de Makandal marcha a la par de otros poemas de altísimo nivel, como Hay un país en el mundo de Pedro Mir, Compadre Mon de Manuel del Cabral, o Yelidá de Tomás Hernández Franco, con el último de los cuales –tal y como se verá en este análisis y señalara José Rafael Lantigua, uno de sus primeros en recensionar el libro– guarda un vínculo profundo. Es en el tempo de escritura y de publicación donde se torna complejo el impulso comparativo con el resto de los relatos mitopoéticos nuestros: no sólo es que Las metamorfosis de Makandal fuera publicado en 1998 (mientras que Yelidá, Compadre mon y Hay un país en el mundo lo serían a una distancia de 5 décadas o más: en 1942, 1943 y 1949 respectivamente), sino que además fue el último libro escrito por Manuel Rueda.
Con Yelidá obtuvimos antes un discurso épico de nuestro mestizaje, planteado desde la mitología, y en un despliegue asombroso de concisión simbólica. Como sabemos, el “muchacho noruego blanco y rubio” Erick, “mitad tritón y mitad ángel como todos los muchachos de la playa” zarpa hacia las islas, en las que termina amando a una “grumete hembra del burdel anclado hecha de medianoche a toda hora”, la negra mamasuel Suquiette, posteriormente madán Suquí. “Y así vino al mundo Yelidá” (Cfr. Yelidá, coedición de la Editora Nacional / Editora Ángeles de Fierro, Colección Poesía Esencial Dominicana del Siglo XX, Santo Domingo, 2006), por la mixtura seminal de dioses nórdicos, escandinavos, con dioses de la mitología afro-antillana que produjeron una especie de Eva híbrida, caribeña y madre de una nueva raza. Obviamente, el radio del poema Yelidá es tan amplio como una teoría que procurara conceptualizar (en este caso poetizar) lo étnico. Sin embargo, es evidente que, al colocar el cable en tierra dividida, en esta isla en colisión constante, el poema de Hernández Franco se convierte en precedente del poema de Manuel Rueda partiendo del matiz de “sujeto fronterizo” que define a Makandal, ya no como racial-mulato sino como presencia libérrima y ubicua en la insularidad geográfica. Alcántara Almánzar así lo comprendió, porque tuvo que acceder al Palacio Makandal por dos distintas puertas cuánticas al mismo tiempo:
El Makandal plantea [dice el crítico] uno de los temas recurrentes en la trayectoria poética del autor: la isla partida en dos, condenada a las desventuras de una tierra en la que se enfrentan sin cesar sus dos mitades. (…) Es a través de la conciencia del rayano –testigo de entes culturales opuestos y al mismo tiempo complementarios– que se filtran los elementos de un universo animista, compendio de todos los sincretismos posibles. Makandal es justamente un milagroso rayano, el demonio de la frontera, un brujo mandinga, un animal-hombre, que es capaz de transformarse, alternativamente, en ave, pez, mamífero, batracio, camuflando su identidad en otras identidades subhumanas (Op. Cit)
No obstante, y de acuerdo con Néstor Rodríguez, este aspecto es todavía más profundo, pues “…el proyecto estético que informa la poesía de Rueda puede analizarse en términos de su carácter subversivo con respecto al ideal de una cultura uniforme de raíz hispánica. En Las metamorfosis, el ser nacional que privilegia el etos dominicano es sustituido por un sujeto que no se aviene a la rigidez de las configuraciones. El resultado obligado de semejante propuesta es la plasmación de un espacio cultural alterno desde el cual se puede vislumbrar un sujeto dominicano afincado en la conciencia de la diversidad.” (En “Manuel Rueda, el exorcista del cuerpo insular”, en INTERPOSICIONES. Santo Domingo: Zemí, 2019. pp 19-25)
El propio Manuel Rueda parecería adelantarse a esta lectura de su texto cuando previene que éste es un “libro de las fronteras, anverso y reverso de una geografía enloquecida”: Espíritu de las dos tierras y los cuatro mares, de los mil vientos que te llevan y te traen de la existencia al no-ser, del fuego a los deslumbramientos de tu nada (…) Tierra ninguna o tierra una, parto de isla de donde el sol nace en unos cielos que no han de dividirse. (Cfr. Las metamorfosis de Makandal, introito “MACANDAL. MAKANDAL. MACKANDAL.”, Banco Central de la República Dominicana, Santo Domingo, 1998).
De modo que el Makandal / animal-hombre / tendido en carne y rugido / en cauce líquido y en veta sulfurosa, el Makandal de los barrancos con luna no sabe a quién pertenecerle en esta isla de dos memorias (…) con sus costas eslabonadas en una sola hendidura de la roca.
Néstor Rodríguez sigue a Rueda en su sondeo, y horada más allá, dilucidándolo:
Manuel Rueda escarba en la mitología nacional haitiana y extrae de ella uno de sus mitos de fundación con la idea de problematizar la presunta naturaleza homogénea de la identidad cultural dominicana. (…) En la obra de Rueda la isla constituye la metáfora fundamental, rasgo que vincula Las metamorfosis a una tradición de la pervivencia en la literatura antillana, y que consiste en el relato de una insularidad como elemento retórico primordial de cara a la articulación de un discurso de la nación (Op. Cit.)
Y, bueno, ya con esta afirmación salimos por la puerta principal por la que habíamos entrado al Palacio Makandal: aquella por la que este libro acaba siendo, en otra escala temporal, un basamento lírico para el ser nacional equiparable al resto de los relatos mito-poéticos dominicanos.
Queden pues para otros escenarios una posible amplificación en su estrategia escritural, estilo, estructura, niveles léxico-semántico y retórico: esos son otros umbrales. El reto es rastrear ahora a Rueda entre las nuevas propuestas poéticas dominicanas, pero por otras puertas.