La reflexión filosófica tout court, las diversas hermenéuticas, las múltiples ontologías, las diferentes epistemologías y las variadas ciencias, han alcanzado en nuestro tiempo, una convicción que parece innegable: la no demostrabilidad de verdades absolutas, generales, ideales, eternas o de procedencia divinas. Podemos entrever y sentir en el aire de la época, con bastante claridad, que en nuestra era ha desaparecido el tiempo de lo absoluto.
Todas las respuestas que el hombre a intentado dar a preguntas últimas y a los grandes relatos elaborados para justificar los planos religioso, filosófico, científico, social, cultural o histórico se han revelado como limitados, no-verdaderos, no sustentables desde si mismos y no sostenibles en un horizonte general, universal, de sentido.
Igualmente, no hemos dado con algún fundamento último, indiscutible, incontrovertible. No encontramos ningún axioma cuya validez no sea limitada o particular. No nos hemos topado con algún fin último, concluyente, deseable indudablemente para todos, sea en el orden mundano o en el trascendente de la imaginación.
La afirmación de que la vida humana y la historia posean un sentido intrínseco se ha revelado históricamente como un non-sense.
Tal ausencia de sentido se revela, también, ante la imposibilidad de postular o afirmar la existencia de un origen trascendente del mundo y los humanos o de poder señalar hacía un hacedor, un dios o un creador supremo.
Por otro lado, conocemos de la no pertinencia de procesos de verificación empírica para alcanzar pruebas de la verdad plena de ninguna hipótesis.
Hemos podido constatar, en las múltiples historias del mundo urdidas desde las más diversas culturas de que tenemos noticia, la no-constitución de un reino universal de la razón sobre el acontecer de los humanos, los entes y los mundos posibles. Estas serían narraciones arbitrarias, fragmentarias, sustentadas en pura ilusión.
Entre tanto hemos descubierto que la razón es un instrumento muy limitado, que no puede dar ni rendir cuenta de si misma en cuanto razón; y aún más, sabemos que su origen está colocado fuera de sí misma y que no posee la divina dignidad que se le atribuye.
Como señala Nietzsche, al igual que otros pensadores de la contemporaneidad, la razón se sustenta sobre lo irracional, sobre el instinto, sobre la base bioquímica de la fisiología humana.
En términos metafóricos la razón derivaría de una arrebatada experiencia dionisíaca, que radicaría en algo no-racional, no-lógico, en algo contingente, que emerge de un modo histórico de acontecer aleatorio, casual.
También conocemos y experimentamos continuamente la no-universalidad de los estatutos teóricos de las ciencias, y estamos conscientes de que la connotación, las tonalidades y matices que se generan de parte de los paradigmas históricos-culturales nos conducen a un desaliento subjetivo y producen un desencanto frente al mundo que arropa al intelectual contemporáneo, que tiende, por tales límites y muros con que se topa cotidianamente, a asumir una actitud cínica, resentida, con respecto a las posibilidades de soñar, de dar rienda suelta a la imaginación creativa, de introducirse al reino de lo posible, de la utopía.
Hoy, todo cuanto se busca tiene que ser cuantificable, manipulable, tener valor de cambio y sobre todo procurar gloria y brillo personal y académico.
Así, el investigador se refugia en una estética de la ciencia. Busca sacar lustre y raro acento al confundir la ciencia con la tecnología ingenieril: instrumento para manipular el mundo [Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo, 2015].
Frente a los límites del conocimiento científico podríamos repetir aquí el lapidario aforismo, que Martín Heidegger formula en su conferencia, Qué es metafísica, en 1929: La ciencia no piensa. Lo que reclama Heidegger señala al hecho que la ciencia debe recurrir, para constituirse adecuadamente a la epistemología: a una reflexión sobre los axiomas que delimitan su campo objetivo, que define sus conceptos fundamentales y deslinda una metodología para aplicar correctamente en un orden determinado y sucesivo al campo o región de realidad conceptual de que trata.
Es imposible para el humano sustentar y demostrar la consistencia de alguna realidad sobre algún principio que se postule como válido desde sí mismo en razón de que el pensamiento humano sólo puede expresar relaciones.
No creo pueda indicarse algún argumento que permita sobrepasar el nihilismo radical que deriva de la experiencia histórica de la muerte de Dios, –la desvalorización de todos los valores– porque es imposible sustentar algo sobre la nada, pero si edificar un mundo desde esta asumiéndola como la base de lo diferente.
Nuestra libertad, esa apertura constitutiva hacia lo otro desde lo diferente, que permite a nuestro ser crear mundos –considerados como tramas de relaciones que se circunscriben como proyección desde nuestro ser-arrojado en nuestro acaecer como existir –[ec-sistir: ec=ex=fuera – sister=ser-arrojado]–, se origina desde nuestra singular capacidad de experimentar la presencia del ente desde la experiencia de la nada.
La libertad constitutiva emerge como antropogénesis desde la diferencia que se erige entre lo animal y lo humano. Origen de tal diferenciación la sitúa, el filósofo italiano, Agamben, en una operación fundamental en cualquier sentido (sic): la constitución de la Metá-physis: Metá que cumple y custodia la superación de la physis animal en la dirección de la historia humana [G. A., Lo abierto, p. 101].
La experiencia de la nada tiene la capacidad de abrirnos a la posibilidad de crear sentido.
La nada permite que acontezca la estructuración de la intencionalidad en el ec-sistente [ser-acontecer que esta fuera de sí].
Semejante capacidad de salir de sí del ec-sistente es lo que posibilita la experiencia de la nada, por ello la nada puede percibirse como la eventualidad de la libertad del ec-sistente, que es la forma primaria y necesaria de crear sentido.
Rainer María Rilke, en el poema La pantera, expresa la sensación del animal ante lo cerrado del instinto desde su sensación: Sólo a veces se alza mudo el telón de sus pupilas. / Luego entra una imagen, / va por la tensa calma de sus miembros / y se extingue al llegar al corazón.
Por otro lado, Max Stirner, autor de El único y su propiedad, publicado en 1844. Establece como lema del libro en que reafirma su derecho supremo a la autodeterminación: He sustentado mi causa sobre nada; no sobre la Nada, sino sobre esa nada concreta que es el individuo en sí mismo.
Nos quedaría tematizar el por qué de la necesidad humana de formular estas cuestiones fundamentales, que indefectiblemente nos proponemos siempre de nuevo en cada nueva generación y nos incitan a atacar la realidad en búsqueda de luz.
Habría, quizás, que plantear la hipótesis de una necesidad bio-antropológica de descubrir sentido, desde la cual el interrogar radical traería su origen evolutivamente y continuaría a replicarse en continuidad. Esto lo plantea Schopenhauer en su obra magna.
¿Existiría la posibilidad de tematizar semejante necesidad de sentido, tal como Kant postula la necesidad de la razón en cuanto de ello se anunciaría y originaría el logos?
Si ello fuere así, el crear sentido sería nuestro oficio como seres humanos. La necesidad de sentido, la necesidad de contextualizar los entes y nuestra existencia en lo que entendemos como su significación, como su horizonte significativo, sería el topos, el lugar desde el cuál hacemos surgir los múltiples absolutos que postulamos para fundamentar el origen y el despliegue de nuestra situación en nuestro ser-acontecer.
Por consiguiente, referir nuestra visión particular a un horizonte significativo, como, por ejemplo, entramar las estructuras de la existencia y de la vida en algo «superior», bien determinado, se constituiría como nuestra exigencia situacional primaria.
Colocados ante nuestra imposibilidad de abarcar todas las cosas, de poder conocerlas en la pluridimensionalidad de su ser, nacería la necesidad de señalar hacía un elemento genérico desde dónde se derivaría que estas deberían relacionarse con algo sustancial, enfocadas desde un determinado horizonte significativo.
En pocas palabras, necesitaríamos para vivir postular la existencia de algún absoluto ficticio y contingente que nos sirva de base como suelo pantanoso e inconsistente para desde allí intentar edificar visiones que definan campos de significación y nos asistan para situarnos.
Y ahora podríamos recurrir en nuestro auxilio a la poesía y repetir con Borges un verso esencial que describe, según mi parecer, cabalmente nuestra condición: Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena…