“A veces los fragmentos siguen viviendo con vida frenética, feroz, monosilábica” (Octavio Paz).

Vivimos en una sociedad que produce fragmentaciones, atomización e individualiza a las personas como islas. Una sociedad que ha construido un parnaso a la particularidad y donde se promueve la exaltación de la soledad como modus vivendi. Cada día es más notorio como nos desconectamos del resto de la comunidad real para construir una comunidad virtual que empieza y termina en el ámbito de las redes. Se nos impone ser distante de los cercanos, cercano de  lo distante. Es la gran dicotomía de la época, tal como la define el doctor Dilip Jeste, profesor de psiquiatría y neurociencias de la Universidad de California, en San Diego, “La soledad no quiere decir estar solo. No quiere decir no tener amigos. Se define como estrés subjetivo. Es la discrepancia entre las relaciones sociales que deseas y las que tienes”.

Está demostrado, los países de mayores ingresos del planeta muestran estadísticas alarmantes de lo que se ha considerado “la gran epidemia del siglo”, y han inventado fórmulas de toda índole para combatir la soledad, como aquella de organizar “fiestas para dar y recibir abrazos”, “los amigos de alquiler” en donde los usuarios pagan entre 10 y 50 dólares la hora para reunirse en un lugar público con un desconocido o que los acompañe a un funeral o a una cena familiar tras un divorcio”, “unos que cobran por pasear acompañado”, “llamadas telefónicas semanales a un enfermo, visitas al hogar del paciente, estímulo personal y programas comunitarios”. También, se destaca por la relevancia la iniciativa de Theresa May, la primera ministra británica,  quien creó el año pasado, el Ministerio de la Soledad, una idea acuñada por una parlamentaria laborista asesinada en el año 2016, conocida como Jo Cox, para tratar de enfrentar “la soledad” como un problema de estado, definida según los datos oficiales en donde afecta a 9 millones de personas en ese país, es decir el 13,7% de la población total.

No obstante, las redes sociales se convirtieron en el refugio predilecto, la anestesia inventada para la soledad. Allá como aquí, andamos y desandamos buscando compañía mostrando “máscara el rostro y máscara la sonrisa" (Octavio Paz). La aliada estratégica para esta treta ha venido a ser la tecnología del teléfono móvil o celular, con la dote propia de una “célula”, donándonos las mismas características de una entidad con vida propia, autónoma, que constituye la esencia de todos los tejidos y organismos superiores a ella.

Aquí como allá, la sociedad promueve el “celular” como un dispositivo donde adquirimos “una nueva privacidad”, independiente, desconectada de nuestra realidad, con la facultad de construir como pequeños dioses una nueva “comunidad”, constituida por ciudadanos del ciberespacio, hecha a nuestra imagen y semejanza : “Lo que las redes sociales pueden crear –señala el sociólogo y filósofo polaco  Zygmunt Bauman- es un sustituto. La diferencia entre la comunidad y la red es que tú perteneces a la comunidad pero la red te pertenece a ti. Puedes añadir amigos y puedes borrarlos, controlas a la gente con la que te relacionas. La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la gran amenaza en estos tiempos de individualización. Pero en las redes es tan fácil añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidades sociales”.

Las redes están repletas de la epidemia soledad, expandida sin frenos notables, en búsqueda de un “me gusta” o un comentario de aprobación que le sirva de calmante. Y constatamos que en vez de resolver el problema lo agrava, porque nos hace dependiente del parecer de los otros y una compañía que se esfuma. Comprobamos entonces "que las redes sociales proporcionan compañía pero es evidente que no, porque no sustituyen el contacto personal" tal como señala el sociólogo Juan Díez Nicolás.

Toda esa gama de manifestaciones de la soledad diseminada en las redes sirven muy bien a los mercadólogos, estrategas y publicistas para detectar necesidades y lograr el diseño, generación y distribución de productos tan diversos que cumplan con la cobertura de las necesidades encontradas dentro de los parámetros de una sociedad que nos arropa con su desierto y sus deficiencias, en cuyo interior las redes son el nuevo supermercado.

Al fin, asumimos los matices del poeta inglés John Donne (1572-1631), quien en su poema “Las campanas doblan por ti”, ratifica el destino del hombre como ser viviente, a pesar de las apuestas por nuestra deconstrucción como ser colectivo: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo”.