El intelectual forma parte del sistema de poder. De hecho, tiene un poder, nada despreciable, así sea pequeño.  Enseña, escribe, publica; hace opinión pública, comparece en los medios masivos de comunicación, interviene en foros y debates, pronuncia charlas y conferencias. Todo ello le otorga cierto poder de persuasión sobre su audiencia o público, que es originalmente la sociedad entera. Pero este poder es más bien un “contrapoder” que le debe servir como contrapeso del Poder. Su poder se debe medir más en términos de influencia que de autoridad. El intelectual influye en la opinión pública con sus análisis, juicios, críticas y propuestas. Tiene un poder editorial y mediático (puede escribir y publicar libros, o artículos y ensayos en la prensa, o hablar por radio y televisión), un poder académico (puede enseñar e investigar en la universidad, el colegio o el liceo), un poder social (puede ser asesor o funcionario del gobierno en materia educativa, artística y cultural, o dirigir programas de publicaciones en instituciones privadas). 

Pero he aquí que, por efecto del trasiego de valores que afecta a toda la sociedad, este poder -o mejor, esta influencia- del intelectual se ha visto cada vez más disminuido.  Puede publicar (pero está sujeto a las veleidades de editores y libreros, de dueños y directores de periódicos, emisoras de radio y canales de televisión), puede ejercer la docencia (pero en unos casos es mal pagado y no se le aplica la categoría profesoral, y en otros depende de la voluntad de los dueños de universidades), puede trabajar como funcionario público (pero entonces debe guardar más lealtad a su superior jerárquico que a su vocación crítica y el burócrata termina imponiéndose sobre el  intelectual). 

El intelectual nuestro se acerca peligrosamente a una situación en donde la sociedad ya no le reconoce más que como palabrero o figura decorativa, alguien que habla o escribe “bonito”.  La conciencia se reduce a la elocuencia, al “bien decir”.  Pierde cada vez más terreno de influencia, pierde su antiguo espacio de reflexión, especulación, creación y crítica; empieza a perder incluso su audiencia.  Cuando decide hablar, nadie le hace caso.  Poco a poco se va quedando solo, aislado, perplejo.  Su pensamiento crítico languidece.   

Lo ideal sería que el intelectual pudiera vivir de su trabajo, de su producción, de sus ideas, sin tener que servir o depender del Estado, en una genuina “sociedad del conocimiento” capaz de desarrollar a plenitud sus fuerzas productivas y su mercado editorial. Que pueda vivir tranquila y holgadamente de la cátedra universitaria, de la investigación, de los libros. Sólo así, libre de ataduras económicas para subsistir, libre de un empleo o cargo público que lo amordaza, podrá mantener una mayor independencia de pensamiento frente al Poder. Eso sería lo ideal. Pero no vivimos en el mundo ideal.

Paso ahora a enunciar el contenido positivo de mi discurso. La relación de los intelectuales con el Poder debe ser siempre de vigilancia crítica y nunca de sumisión o adhesión incondicional.  Pero esta relación no se debe concebir como si fuese estática.  Hace falta discriminar, pues no es lo mismo enfrentar con la crítica a un poder totalitario o autoritario que a un poder más o menos democrático. De ahí se deduce que, en una sociedad democrática, la responsabilidad del intelectual es ayudar a fortalecer el orden constitucional y sus instituciones; tratar de que el poder o los poderes, legítimamente constituidos, sean cada vez más democráticos, más transparentes, más abiertos y tolerantes a la crítica; procurar que el ejercicio del poder esté sujeto a la interpelación y el cuestionamiento. En un universo democrático, abierto y tolerante, una tarea del intelectual será mantener la actitud vigilante frente al poder, confrontar a los gobiernos de turno con sus propias promesas de campaña electoral; emplazarlos a cumplir esas promesas y a respetar y hacer respetar la Constitución, las leyes y las reglas del juego democrático; defender la necesidad de reformas y cambios sociales y económicos; luchar por ampliar a la práctica social el limitado campo del ejercicio de la crítica y de la libertad de expresión del pensamiento; extender la democracia política a la democracia social, económica y cultural. 

Termino obedeciendo al deber ser kantiano.  Frente al poder, el intelectual debe participar como ciudadano en la creación de una voluntad política de cambios y reformas. Debe persuadir a los demás por medio de la palabra que los grandes cambios sólo se pueden lograr cuando un pueblo asume con plena conciencia su particularidad, su identidad cultural y su destino histórico. Debe asumir que no es posible un proyecto de transformación de la sociedad sin democracia y sin libertad, sin afirmar y defender los valores de una cultura auténticamente democrática: Estado de derecho, libertades y derechos individuales, participación de la sociedad civil, pluralismo político, iniciativa privada, libre empresa, solidaridad, equidad, justicia social.

El intelectual, necio de la crítica, no será ya un mero criticón de todo lo malo que hay en el poder, el gobierno o la sociedad, sino un ciudadano responsable, atento y vigilante de su entorno.  La necedad de su ejercicio crítico se convertirá entonces en una necesidad, en un acto de sensatez cívica.