El reproche de guardar silencio frente al mal y la injusticia es el reproche supremo lanzado contra los intelectuales en todo el mundo.  Lo curioso es que este reproche venga precisamente de otros

El Mao de Andy Warhol

intelectuales, que se consideran comprometidos y se promueven a sí mismos como ejemplo de responsabilidad moral, social y política.  La acusación no carece de fundamento, pues bastante a menudo los intelectuales callan lo que deberían denunciar o criticar. Ese silencio existe, desde luego, y obedece a diversas razones.  Pienso que en contextos como el nuestro (el de un pequeño país de la periferia occidental con escasa tradición de independencia intelectual frente al poder), una razón poderosa es la cuestión de la supervivencia. El intelectual debe sobrevivir en una sociedad que no está preparada para acogerle, que no reconoce y más bien considera inútil e improductivo su trabajo y su esfuerzo. 

Imaginémoslo por un momento, intentemos dibujar su perfil: es un individuo algo retraído, solitario y nada pragmático, que vive en un mundo de ideas, de conceptos universales y abstractos. Suele carecer de las cualidades necesarias para triunfar en esta vida. Torpe para los asuntos de la vida práctica, solo sabe leer, escribir, pensar y crear. Vive presa de angustias y temores. Le aterran este presente demasiado precario y la amarga expectativa de un futuro incierto. Tiene que ganarse la vida haciendo un montón de cosas, a menudo muy ajenas a su oficio y vocación, tiene que dispersarse y vivir del pluriempleo.  Cuanto más tiempo y energía dedica a la supervivencia, menos puede consagrarse a crear la obra que le justificaría y validaría ante la sociedad y el mundo. En un mercado laboral tan inseguro y estrecho como el nuestro, no le queda otra alternativa que venderse al mejor postor para seguir viviendo. Y el mejor postor suele ser el Estado.

El problema es que, tal como existe, esta sociedad no brinda muchas oportunidades de pensar críticamente y a la vez disfrutar de una vida decorosa y holgada; no permite vivir con cierta dignidad y mantener una posición independiente frente al Poder y sus instancias. El pensamiento crítico y la vida confortable parecen excluirse mutuamente. O el intelectual mantiene una actitud cuestionadora y crítica – rebelde- o se acomoda al (des)orden establecido. O disiente del poder o lo legitima.  Enfrentado a este dilema, se ve obligado a elegir. Y no es difícil adivinar su elección.  Casi siempre elige sobrevivir, elige la vida y no la razón, elige el orden y no la justicia, elige el confort y no la verdad. El poder le tienta y le seduce, y él se deja tentar y seducir.  Trabajar –en su caso, pensar, crear, producir- para el (des)orden establecido le otorga estatus y le proporciona el tan anhelado confort; le libera de sobresaltos y precariedades materiales, pero también le obliga a guardar silencio y cautela. Entonces calla y otorga, asiente sumiso y reverente ante el poder de turno, que lo utiliza a su antojo para sus propios fines.  El silencio sustituye a la responsabilidad.

Foucault habla al megáfono, junto a Sartre, en una manifestación en París

El silencio de nuestros intelectuales es tanto más preocupante por cuanto coincide con la insolidaridad de esta época neoliberal. Ese silencio –voluntario o forzado, pero igualmente cómplice- delata apatía, veleidad, indiferencia. Pero sobre todo delata algo más profundo: el temor a ser, el miedo a arriesgarse, a tomar partido, aquí y ahora. Los intelectuales dominicanos temen ser hoy lo que deben ser: intelectuales a secas, esto es, conciencias pensantes y responsables. Al mismo tiempo, pretenden ser algo más de lo que son: burócratas, funcionarios del Estado, asesores del gobierno o de la empresa privada.  Pero no llegan a ser lo que son.

Pasolini

Solo que se espera que el intelectual sea la voz crítica, la conciencia inquieta y despierta de su sociedad y de su tiempo (¡de nuevo esa pretensión de ser conciencia de los demás!), no un cómplice silente de la injusticia o las arbitrariedades del poder. Su silencio es una impostura ética y una defección moral: la verdadera traición a la sociedad civil y sus aspiraciones legítimas.

Nos falta la tradición libertaria en la que se han formado tantos intelectuales en todo el mundo. Es verdad que en el pasado ha habido casos de intelectuales inconformistas y rebeldes, cuya integridad y osadía les ha llevado a correr riesgos y les ha costado el exilio o aun la vida misma. Pero estos casos no constituyen una tradición sólida de pensamiento independiente y crítico frente al Poder. Recordemos que buena parte de nuestra intelectualidad conservadora y prohispánica apoyó y legitimó la tiranía de Trujillo. Los intelectuales oficiales y no oficiales de hoy aún no han roto de manera definitiva con el pasado autoritario y despótico, ni con el culto al Poder. Temerosos y vacilantes, ambiguos, reproducen con sus actos y sus gestos el viejo orden.  A lo sumo, se desgastan en polémicas estériles, en reproches mutuos sobre el silencio guardado por unos u otros ante determinados males bajo determinados gobiernos de determinados partidos del sistema democrático. Los que hoy hablan, ayer callaron; los que ayer hablaron, hoy callan.  Los que ahora hablan, critican lo que antes callaron; los que antes criticaron, encubren lo que ahora callan.

 

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