Decía la semana pasada que, aunque no parece que el Presupuesto 2020 haya sido formulado con fines electorales, no significa que el ciclo electoral no lo vaya a impactar en su ejecución. De hecho, ya está impactando desde hace meses pues, en el no cumplimiento de las metas de recaudación del 2019 influyen, no solo la atenuación del crecimiento económico, las amenazas de recesión internacional ni los problemas que han tenido lugar con el sector turístico: ha influido la incertidumbre política.

Muchas decisiones de consumo e inversión se suspenden o posponen, y eso afecta los ingresos fiscales. Si eso ocurre en el 2019, es muy probable que en el 2020 la proyección de ingresos tampoco se cumpla. De hecho, ya la proyección luce algo abultada, con 11.9% de aumento respecto a este año.

No olvidemos, además, que una gran parte de los problemas que han confrontado en estos meses ciertos sectores productivos (hoteles cerrados, menor tasa de ocupación, tarifas reducidas, menor demanda para industrias, agropecuaria y servicios), se reflejarán en la declaración y pago de impuestos el año que viene.

Y todavía si se cumpliera la proyección de ingresos, es más probable aún que el escenario electoral haga que se sobrepasen los límites de gastos. Eso es lo habitual y previsible; mucho más previsible aún si se consideran los riesgos que afronta el partido gobernante; claro, es lo que podría ocurrir, pero no es lo que contempla el proyecto.

Lo único realmente nuevo en el proyecto es que desde un principio se haya preparado con un déficit de 2.2%, dado que desde hace años se venía formulando con un déficit decreciente.

El suscrito, como cualquier ciudadano se viene preocupando por el endeudamiento que resulta de los recurrentes déficits. Pero este es el peor momento para suprimirlo. No quiere decir que no sea conveniente eliminarlo: lo que quiero decir es que para eliminar un déficit fiscal hay mejores momentos y peores momentos, y en tiempos recesivos son los peores momentos.

También decía en el artículo anterior que un proyecto de presupuesto con gastos ascendentes al 17.5% del PIB no es nada extraordinario. En realidad, es un coeficiente de gastos bajísimo. Lo aconsejable no es bajarlo, sino mejorar su calidad, racionalidad y transparencia. También me refería a la dificultad (imposibilidad, con este coeficiente de gastos) de cumplir tantas leyes que mandan asignar porcentajes a funciones o instituciones.

Claro está, lo correcto no es violar las leyes, sino eliminarlas cuando son incumplibles. Después de conseguir aprobar dos por las cuales abogué y a las cuales siempre he defendido, la del 4% del PIB para la educación y el 10% de los ingresos fiscales para los municipios, muchísimos otros órganos se agenciaron sus propios porcientos. La supresión de estos debe ser uno de los primeros puntos a discutir en el momento de acordar un Pacto Fiscal, si es políticamente posible.

Otro punto es una ley de responsabilidad fiscal, no para que se gaste menos, sino para que se gaste mejor, y vayamos logrando que la ciudadanía pueda confiar en el Estado, en su Estado. Además, como premisa a tratar temas de impuestos, dicho pacto requiere abordar con seriedad los temas de financiamiento del sistema de seguridad social y cómo salir de la deuda del Banco Central. Y no se trata de buscar dinero público a como dé lugar para entregarlo a un barril sin fondo.

Abordados esos temas, entonces vendría el momento de discutir sobre impuestos. Y claro que hay que buscar soluciones al problema de la baja carga tributaria, pues con un 15% del PIB ningún país va paparte. No es posible modernizar su infraestructura y su economía, ni mucho menos conseguir cohesión social, ni orden, ni seguridad.

Tarea difícil en un país donde la gente se niega a financiar el Estado, y nadie está dispuesto a defenderlo sencillamente porque no confía en él, y busca todos los medios posibles para evadir o eludir impuestos.  Se llega hasta el punto de tolerar y justificar la evasión. Y no pasa un año sin que se invente alguna ley para eximir el pago de impuestos con cualquier excusa. El más reciente invento es la Ley de Incentivo al Mecenazgo Cultural, cuando lo lógico es que el gran mecenas tendría que ser el Estado mismo.

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