El creciente papel de las iglesias en la discusión de los temas políticos y electorales, e incluso en los más mundanos y laicos de los asuntos, nos recuerda “el muro de separación entre la Iglesia y el Estado” que Thomas Jefferson delineó en su memorable carta del 7 de octubre de 1801 a la Asociación Bautista de Danburg, Connecticut. Un concepto que la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos usó en 1962 para validar su decisión de declarar inconstitucional la obligación de hacer oraciones en las escuelas públicas, estableciendo una línea entre la religión organizada y el Estado.
Mucho antes, a comienzos de la Reforma protestante, Martín Lutero había ya articulado los fundamentos de lo que se conoce como la doctrina de “los dos reinos”, marcando así el inicio de la concepción moderna de la separación de la Iglesia y el Estado, a lo que el país renunció al suscribir en 1954, durante la tiranía de Trujillo, un Concordato con el Vaticano, concediendo además a la católica privilegios negados a otras confesiones religiosas.
El 9 de diciembre de 1905, la Cámara de Diputados de Francia estableció el Estado secular francés, basado en tres principios básicos: neutralidad del Estado, plena libertad religiosa y la relación de los poderes públicos con la Iglesia. Esa ley, que aún norma esas relaciones, declaró que “la República no reconoce, no paga ni subsidia religión alguna”.
La pronunciada presencia eclesiástica en la discusión de los temas fundamentales propios de una nación regida por una Constitución de pretendido laicismo, pone a pensar si a esta altura tiene sentido la vigencia de un Concordato reñido con la tendencia universal a alejar a la religión de las tareas del Estado, lo que induce a creer que esta será una inevitable discusión, aunque larga, en la agenda nacional.
La cuestión parece ser ¿cuándo comenzará y quién o quienes la impulsarán?