Lo que ha acontecido en Colombia en las últimas décadas, es el ejemplo más patente y cercano que tenemos todos los latinoamericanos de cuán destructivo puede ser para un país el efecto de las guerrillas, el narcotráfico y los insensatos apoyos de líderes de izquierda a grupos armados que carecen de toda legitimidad.

Cuando un país cae en la vorágine de la guerra, puede perderlo todo en el interminable enfrentamiento entre dos facciones, una que siempre tendrá como estandarte luchar contra el mal, y otra que entiende que en aras de perseguir sus ideas por más absurdas que estas sean, tiene licencia para todo, para matar, secuestrar, castrar vidas, destruir familias y aniquilar a todo un país.

Por eso es admirable ver el encomiable trabajo que han hecho muchos colombianos para sobrevivir la guerrilla e intentar transitar de la agresión, los enfrentamientos y la inseguridad a una relativa paz que les ha permitido no solo volver a hacer de Colombia  un lugar que la gente quiere visitar en el cual el riesgo es solo quererse quedar como expresaba la ingeniosa campaña que llevaron a cabo, sino erigirse como un referente a seguir en múltiples aspectos como el manejo de la seguridad, del tránsito, los gobiernos locales, y su pujante industria que se ha expandido en toda la región.

Naturalmente situaciones tan largas como estas, en las que hay víctimas y victimarios producen hondas heridas que son difíciles de sanar, pero al mismo tiempo el lento camino hacia la anhelada paz que es una aspiración de más de tres décadas desde los esfuerzos del presidente Belisario Betancur  y los  más recientes de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe, ha servido de catalizador para que rencores y ansias de paz se conjuguen y permitan que una aparente mayoría esté dispuesta a aceptar un acuerdo de paz que aunque se entiende imperfecto, se perfila como lo  posible.

Y es que en ese tránsito nuevas generaciones han surgido, se ha devuelto a la gente el gusto por la libertad y por vivir en una relativa paz y algunos han entendido que el dolor por sus víctimas no necesariamente se curará por el castigo a sus victimarios.

Pero al mismo tiempo es más que justificado comprender el rechazo de otros a un acuerdo de paz que contiene cuestionables concesiones a quienes martirizaron un país completo, lo que como es natural produce insatisfacción y dolor a quienes han sufrido directamente la crueldad de los métodos utilizados por la guerrilla quienes con sobrada razón nunca podrán aceptar que sus otrora verdugos no solo disfruten de libertad sino de irritantes posiciones políticas.

Por eso la gran disyuntiva que representará el referendo que próximamente se celebrará en Colombia, en el que más que votar por si se está de acuerdo con la paz negociada con las FARC, el sentir será si se está dispuesto a pagar el precio por esa paz, la cual no será nunca total, pero constituirá un enorme alivio para un pueblo próspero y trabajador que aun en los peores momentos ha dado lecciones de vida a toda América y el mundo.

Los colombianos están frente al dilema de escoger entre dos males el menor, seguir esperando a que se pueda llegar a un acuerdo más justo y retrasar la ansiada paz o aceptar un acuerdo de paz imperfecto dándole el sí.  Esperemos que votando por la paz no se ahonden las heridas ni se provoquen polarizaciones entre ambas partes, pues las dos tienen un objetivo común que es la paz, la diferencia es únicamente el precio que estén dispuestos a pagar por obtenerla.