Recordemos el principio del Igitur de Mallarmé. En una habitación vacía, encima de una mesa, un libro espera a su lector. Me parece que es la situación de toda obra literaria. Antes de que alguien se ponga a leerla, sólo hay un objeto de papel que, simplemente, por su presencia inerte en un lugar cualquiera, afirma su existencia de objeto. Así que, en las estanterías de las bibliotecas, en los escaparates de las librerías, los libros esperan a que venga alguien a liberarlos de su materialidad, de su inmovilidad.
¿Esperan realmente, acechan la llegada de aquél que producirá en ellos el sabido gran cambio? Es poco probable. Todo lo que podemos afirmar, es que antes de la llegada de su lector, los libros permanecen en el lugar y en el estado en que están. Sin duda desconocen el doloroso trabajo del alma devorada por el deseo de un acontecimiento que la transformaría. Desgraciadamente, parece que los libros ignoran las angustias de la espera. Como todos los objetos materiales, deben de estar satisfecho con su situación.
Sin embargo, no puedo convencerme por completo de esa indiferencia. Cuando veo libros en los escaparates, los comparo con los animales colocados por el comerciante en unas jaulas, y que esperan manifiestamente que los elija un comprador. Pues, eso es indudable, los animales saben que su suerte depende de una intervención del hombre, gracias a la que se verán liberados de la vergüenza
de ser tratados como simples objetos. ¿No sucede lo mismo con los libros? Cerrados sobre sí mismos, ignorados, humillados, permanecen en ofrenda allí donde yacen, hasta el momento en que un lector se interesa por ellos. ¿Saben que éste podría conferirles otra forma de existencia?
A veces se diría que están iluminados por una esperanza. Léeme, parecen decir. Me cuesta resistirme a su petición. No, los libros no son objetos como los demás.
Por ventura, el sentimiento que me inspiran, lo experimento con respecto a otros objetos. A jarrones y bellas mujeres, por ejemplo. Nunca se me ocurrirá dar
la vuelta alrededor de una máquina de coser, ni mirar por debajo de un plato. Me contento con inspeccionar el anverso que me presentan. Pero las mujeres bellas me inspiran ganas de poseerlas y sentir que me estremecen al tocar su piel. Además de tocar su superficie, quisiera gozarlas en su interioridad más plena. Dejemos aquí, al menos provisionalmente, los jarrones y las mujeres.
No me gustaría que los libros fuesen específicamente eso. Compren un jarrón y póngalo en casa, ahí, encima de una mesa o de una repisa. Se dejará, al cabo de cierto tiempo, amaestrar con la mirada. Se convertirá en uno de esos huéspedes familiares de su casa. Pero no por ello dejará de ser jarrón. Tomen un libro, al contrario, verán cómo se ofrece, cómo se abre. La abertura del libro al momento de manosearlo, de olfatearlo es lo que me parece excepcionalmente placentero. El libro no se encierra en sus propios contornos: no se instala en ellos como en una fortaleza. Existe en sí mismo, y está pidiendo existir fuera de él o dejarles existir en él. En resumen, lo extraordinario en el caso del libro, es que entre nosotros -lectores impunes, neuróticos y compulsivos-, y el libro como objeto de venta, se establece una relación erótica, de honda convulsión posesiva. Estamos en el libro, el libro está en nosotros, ya no hay ni fuera ni dentro. Inmediatamente el libro nos lee.
Ese es el fenómeno que tiene lugar en la habitación vacía de Igitur. Alguien entra, toma el libro abierto sobre la mesa y se pone a leer. Luego sucede la desaparición de las murallas, la absorción del espíritu del objeto, la extraña penetrabilidad de que da muestras este último. Como decía, pasa lo mismo que cuando uno adquiere un pájaro, un perro, un gatito, y lo vemos metamorfosearse en amigo.
De la misma manera, si quiero a mis libros, es porque reconozco en ellos a seres susceptibles capaces de devolverme algo de mi afección para con ellos. Pero, ¿es eso todo? La transformación que opero en un libro al leerlo, ¿se limita a elevarlo al rango de persona viva? Va más lejos aún. Tiene lugar un nuevo fenómeno, que me cuesta mucho definir. Para conseguirlo tengo que volver a la situación de la que acabo de hablar. Un libro está ahí, esperando en una habitación vacía. Entonces, en ese preciso momento, fuera del objeto abierto ante mis ojos, veo salir cantidad de palabras, de imágenes, de ideas. Mi pensamiento se adueña de ellas. Me doy cuenta de que lo que tengo en la mano ya no es un simple objeto, ni siquiera un ser simplemente vivo, sino que es un ser dotado de razón, una conciencia: conciencia del otro, no diferente de aquella cuya presencia supongo en todos los humanos con los que me encuentro; pero que, en este caso especial, se me abre, me permite sumergir la mirada en el interior de ella misma, que llega a dejarme -privilegio inaudito-, pensar lo que piensa ella y sentir lo que siente ella.
Cosa inaudita, decía. Cosa inaudita antes que nada el desvanecimiento de lo que yo llamaba objeto. ¿Dónde está el libro que tenía en la mano? Sigue estando ahí y, en el mismo momento, ya no está, no está en ninguna parte.
Ese objeto enteramente objeto, esa cosa de papel como hay cosas de metal y de porcelana, ese objeto ya no existe, o, al menos, existe como si no existiera, mientras esté leyendo el libro. Pues el libro ha dejado de ser una realidad material. Se ha mudado en una serie de signos que se ponen a existir por cuenta propia. ¿Dónde tiene lugar esa nueva existencia? Seguro que en el objeto papel, no. Seguro que tampoco en ese otro lugar situado en el espacio exterior. Sólo hay un lugar posible de existencia de los libros: mi fuero interno.