Además de las consideraciones económicas y geopolíticas, los neoconservadores estadounidenses diseñaron una guerra cultural para el período inicial de implantación de neoliberalismo (documentos Santa Fe I y II). En la región enfatizaron arremeter contra la Teología de la Liberación por considerarla política marxista disfrazada de religión, y utilizar los medios de comunicación, el ciberespacio, el sistema educativo, la cooptación de líderes, intelectuales, etc., para garantizar la hegemonía en su patio trasero.

Conforme las políticas económicas neoliberales iban mostrando su verdadero rostro, a pesar de la imposición de las reformas estructurales que impusieron a los países tercermundistas, la estrategia de intervención se fue afinando. De la lucha contra las drogas y el terrorismo, pasaron a la lucha contra la corrupción y la impunidad. Si los dos primeros corresponden al período del tardocapitalismo, la última sin duda corresponde al conceptualizado como postcapitalismo.

Una referencia importante para la puesta en práctica de la guerra cultural en la región es la Convención Mundial Contra la Corrupción, de la ONU, celebrada en Mérida, México, en 2003. Se evaluaron procesos en curso en algunos países, propusieron normativas y definieron políticas. De igual modo, se anuncia un dialogo interamericano y la celebración de la Cumbre Mundial Contra la Corrupción a celebrarse, ambos, en 2004. Pero para este trabajo importa el consenso logrado en torno a lo imprescindible que resultaba la participación de los medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil para el éxito de esta nueva Cruzada de las corporaciones, esta vez para asegurar su santo grial: el mercado.

En la segunda mitad de los años 2000 estaba lista toda la trama, con un núcleo argumental duro: la corrupción gubernamental castra el desarrollo y le da una estocada mortal a la democracia liberal. La ineficiencia “genética” del sector público solo puede superarse con la experiencia acumulada en el sector privado y con un Estado que no le ponga límites a la mano invisible del mercado. En pocas palabras, propiciar en el Estado un vaciamiento de la política.

Con ese diagnóstico resulta fácil vender la idea de que los puestos de dirección en las instituciones públicas corresponden a los gerentes, la nueva casta tecnocrática que nos salvaría del desastre. En consecuencia, no debemos extrañarnos la predisposición a reducir el gasto público vía el recorte presupuestario en los rubros consignados para la ejecución de políticas sociales. Un buen gerente neoliberal, en las estadísticas solo ve números y no las personas que estos representan. Total, de las carencias en el área social se encargan las ONG, sin importar que no resuelvan problemas de fondo si a cambio la población beneficiaria no se politiza. De lo que se trata es despejar obstáculos para la reproducción ampliada del capital.

Con ese telón de fondo trabaja la maquinaria anticorrupción, teniendo como principales auspiciadores a la OEA, ONU, Banco Mundial, FMI, los países del G-20, la Unión Europea, USAID, y otros organismos multilaterales de los países capitalistas centrales. Para los gobiernos que se resistan, antes de considerar un golpe de estado, la judialización de la política es su mejor herramienta. Parte del Cono Sur vivió la experiencia.

En el país el guion funcionó a las mil maravillas y la lucha contra la corrupción y la impunidad progresivamente fue calando en la “conciencia nacional”. El éxito fue de tal magnitud que el dominicano promedio entiende que ahí reside el origen de todos los males. Es incapaz de ver la concentración de la propiedad y del ingreso; que ha cambiado el mapa de los trabajadores, pero no así los mecanismos de explotación y expoliación, en fin, los antagonismos clasistas que el mismo sistema genera.

Ese dominicano promedio no suele preguntarse si fuera del ámbito gubernamental la corrupción existe, porque es tan tubular la mirada de esa lucha, que se han invisibilizados prácticas corruptas recurrentes en el sector privado, como la evasión de impuestos, el lavado de dinero, el contrabando, los sobornos en las aduanas, repatriación de capitales, la depredación medioambiental; cómo corrompen a legisladores para detener en algunos casos, o evacuar en otros, leyes que eternicen  tasas de ganancia extraordinarias.

En algún momento ese dominicano del que hablo tendrá que preguntarse por qué existe una Ley de Libre Acceso a la Información Pública al mismo tiempo que él no tiene mecanismos para conseguir información de las empresas que monopolizan el sector eléctrico; las corporaciones extranjeras, bancos, grupos financieros, y los que detentan el monopolio de la propiedad territorial en nuestros campos, por solo citar unos ejemplos.

Pero esa mirada fuera de foco también la tuvo el movimiento Marcha Verde, paradójicamente con más componentes de la antipolítica de lo que se percibe. Su momento de mayor movilización coincidió con la necesidad de presionar para el Pacto Fiscal impulsando la demanda de impuestos progresivos, sin embargo, no hizo nada. Tampoco incorporó, ni siquiera como demanda secundaria, la de los trabajadores cañeros rogando por una mísera pensión; mucho menos, la pretensión de los empresarios de modificar la ley de la cesantía laboral. Nada de eso: el problema era la corrupción de los gobiernos del PLD, especialmente el presidido por Danilo Medina.

Al Gobierno le estalló en las manos el caso ODEBRECHT y la manera cómo se condujo ante el problema causó una natural crispación de la población. A partir de ese momento solo los peledeistas son corruptos. Una victoria del nuevo relato posmoderno es la eternización del presente. Tal vez por eso, se olvidaron de los 300 millonarios de Balaguer; y que las denuncias de corrupción acompañaron a los tres gobiernos del PRD.

En el próximo y último artículo de esta serie, ya con la llegada de Pompeo y la designación completa del gabinete del nuevo Gobierno, explicaré por qué (invirtiendo los términos del enunciado) al optimismo de la voluntad le opongo el pesimismo de la inteligencia.