Hace dos años murió John Ashbery (1927-2017). Poeta, ensayista y traductor innovador e irreverente. Formó parte de la Escuela de Nueva York, junto a Frank O’Hara, James Schuyler, Kenneth Koch, entre otros poetas afincados en la urbe norteamericana.
Su obra es densa y compleja, y en ella se explicita un lenguaje de ruptura, a momentos surrealista y barroco, a través de estallidos sintácticos, registros heterogéneos y superpuestos, ritmos atonales y fluidos en los que predomina el sinsentido.
Pasaje techado, penúltimo libro publicado en vida por John Ashbery, y traducido en edición bilingüe al español en 2016, está compuesto por sesenta y nueve poemas en los que el autor explora la cultura popular estadounidense a partir de versos entrecortados y elípticos, partículas de un universo poético que estalla y se recompone incesantemente a través de la más plena ironía e incertidumbre.
La ironía, estoy convencido de ello, corroe el propio sistema de valores del poeta, quien se acerca a un peligroso nihilismo. Ashbery no parece creer en nada: ideas y valores se le antojan cosas de risa, cosas de dementes que además arriesgarán su vida con tal de defender tales entelequias. La aparente simplificación se vuelve tanto más burda en la medida en que Ashbery aprovecha la ocasión para intentar una humorada.
Una vez que el gigante estimulador de pluma esté fuera de su sistema
su equipo equivalente le será remitido.
Úselo como semilla de chivo.
Dos soluciones:
plagie a sus propios autores. ¡Qué vergüenza!
Música turulata a cada rato.
Todos aquellos no retrataron la casa sin resonancias.
Haz lo que puedo
en este mundo fallido.
No te rías así.
(Undécimo chascarrillo, P. 97)
Lo que comenzó como tragedia termina como farsa, como irrisión y falta de respeto. Lucidez textual: aquí la ironía del poeta adquiere su más alto grado de ambigüedad y eficacia. No sólo porque ha encontrado el referente más apropiado, más dispuesto a dejarse ironizar, sino porque la ironía se diversifica y alcanza a volverse, incluso –cosa que no siempre sucede, en otros de sus textos–, “dispositivo delirante”. Verbigracia:
Nadie recuerda al señor Nervios de Café,
su regazo de abalorios, pretendidamente sentado aquí.
Familias con mascotas, ayúdenme con esto.
Algo puede perturbarlo:
la parodia del sol, el precio de los huevos, la naranja cruda.
¿Para quién era esa planta?
Ella, de algún modo, evaporada… ¿Debería reírme?
No debería preocuparme acerca del pescado.
Hormigas extremas pulieron nuestra definición.
En fase con capucha, un segundo atrás.
Ella puede haber desbandado
sólo entre los tratados de aquellos provistos,
el trabajar tras ellos
para dandies, por una princesa,
ladrones entrenados:
“Hasta 13 y medio millones de libras de productos textiles vendidos”.
(El precio de los huevos, P. 151)
En efecto, la ironía en Pasaje Techado está de tal modo asimilada al arte de contar que, de hecho, esto se traduce en el montaje de un dispositivo narrativo singular, patafísico e irrisorio. Este dispositivo consiste en el “desdoblamiento” de la voz del poeta. Si la ironía es distancia y disimulación, Ashbery comprende que para contar lo que quiere contar ha de fabricarse un “alter-ego lúdico”, juguetón y paródico. El juego irónico adquiere así entonces un doble sentido: va del sujeto poético a su escriba paródico (pasivo) y de retorno del escriba (malicioso) a la narración del objeto evocado.
¿Por qué vacilar? Él no me apuñalará
cuando sentado ampliamente pixelados
entre el horizonte y el piojo.
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Odio cuando somos hechos de moco un minuto,
de piedra común al siguiente.
Lo pensaría primero,
y entonces allí estábamos,
más pronto otro que ese.
(El esponja sueño, P. 171)
En resumen, sea cual fuere la doctrina a que nuestra razón se adhiera, afirma Henri Bergson en su libro La Risa, nuestra imaginación tiene su filosofía bien determinada: en toda forma humana percibe el esfuerzo de un alma que da forma a la materia, alma infinitamente ágil, “eternamente móvil, sustraída a la pesantez porque no es la Tierra lo que la atrae. Esa alma comunica algo de su alada ligereza al cuerpo que ella anima: la inmaterialidad que de ese modo ha pasado a la materia es lo que llama a la gracia”.
Los textos de Ashbery parten de la perspectiva individual de un sujeto poético que se mofa de lo contemporáneo, y al mismo tiempo desdeña lo terrenal y lo divino. Las vertientes de sus poemas, consecuentemente, son múltiples, y no se les puede encasillar dentro de un solo movimiento. Cuando el lector se despreocupa, el poeta está en un ambiente totalmente lírico-burlesco, y cuando menos se piensa, Ashbery está hablando del mar, del río, del arte norteamericano, de la naturaleza, del mundo industrializado y su devenir incierto: pulsión escópica de muerte. Por eso no es extraño encontrar en sus poemas una combinación de prosa y poesía. Todo se trabaja de acuerdo con la circunstancia del poema y su propósito. Cada texto tiene su proyección particular: en algunos casos se emplean coloquialismos de la jerga de los norteamericanos usayankis, recombinados con el habla culta, y en otros se siente el efecto de poemas en apariencia tradicionales y sin dislocación sintáctica alguna procedente de la cultura popular de los bajos mundos.
Uno de los rasgos distintivos de los poemas de Ashbery es la disonancia y las variaciones de tono. Sus textos son muestra de una experiencia radical que responde a una imbricación nutricia e híbrida dentro de los túneles de la lengua, la historia y la sociedad. La contextualización de su poesía dentro de la llamada postmodernidad se enmarcaría dentro de lo que García Canclini ha señalado como “hibridez postmoderna”.
Jake vino tambaleante hacia mí.
¿Era este mes?
No, fue el mes pasado.
Ya veo. Entonces, ¿por qué dejé la investigación abierta?
Mientras venía por el pasillo
pensé en muchas cosas,
luego aquel día, el Día de San Valentín,
el cual no es, pero hay muchas grandes bombas de respuesto alrededor.
(La lista de hono, P.163).
En El ser y la nada, Jean Paul Sartre había establecido: “En la ironía, el hombre aniquila, en la unidad de un mismo acto, aquello mismo que pone; hace creer para no ser creído, afirma para negar y niega para afirmar; crea un objeto positivo, pero que no tiene más ser que su nada”. Crea un objeto positivo, pero lo destruye poco después. Apenas ha intentado levantar su imagen propia, la pone otra vez por los suelos.
Para Ashbery la poesía es una forma de resguardar la intimidad que, por cierto, para él no es algo que nos incomunica con el mundo. La verdadera intimidad del hombre es esa integridad mente-cuerpo, la entereza animal que resguardamos, pero que siempre está a la intemperie y es víctima de la abstracción, también de una memoria que nos generaliza en el tiempo. Con nuestro cuerpo experimentamos todo diaria y minuciosamente, y esta poesía no sólo atestigua las huellas que el cuerpo va dejando, sino que nos hace ver que él es parte de la singularidad de nuestra percepción y de nuestra manera de sentir. No nos levantamos siendo los mismos todos los días; todas las noches atravesamos con y por nuestro cuerpo hacia el nuevo día. Entonces, cada mañana se vuelve una especie de redescubrimiento de las cosas porque hay que ponerle de nuevo atención a nuestras sensaciones, a nuestra memoria y a nosotros mismos.