Por más que exhibamos logros que nos colocan entre las economías de mejor comportamiento en la región, que hayamos ejecutado obras que imprimen cierta modernidad al país u obtenido reconocimiento internacional por el buen manejo dado por nuestras autoridades al tema de la vacunación y la recuperación del importante sector turístico en medio de la pandemia, el desorden imperante en el tráfico desnuda a la vista de todos las grandes falencias que tenemos como sociedad: falta de cumplimiento con la ley, impunidad de ciertos intocables, falta de consistencia y efectividad en la regulación y falta de civilidad y compromiso para construir soluciones.
El caos del tránsito es cada vez mayor, porque hemos aumentado el parque vehicular exponencialmente ya que en nuestro país el progreso social va de la mano de la tenencia de un automóvil para resolver de forma individual el deficiente servicio del transporte público, y como el registro de los vehículos es inexistente y aún no se ha instaurado la inspección vehicular obligatoria, vehículos nuevos, de lujo, utilitarios y chatarras cuyo volumen se reproduce diariamente, transitan las mismas calles, las que por demás se hacen más angostas por la mala práctica de estacionamientos paralelos, y más pobladas por un desarrollo urbano desorganizado
A eso se suma el auge a nivel mundial de las entregas a domicilio, las cuales son efectuadas por “deliveries” que aunque exhiben los logos de las empresas que los contratan, operan bajo un modelo que las exime de responsabilidad, quienes asumieron las mismas funestas prácticas de la mayoría de los motoristas y motoconchistas, de violar las luces rojas y los avisos de vías contrarias entre otras regulaciones, ante la mirada impasible de los agentes y el terror de muchos conductores.
La aprobación de la Ley 63-17 de Movilidad anunciada con bombos y platillos es un ejemplo más de reforma de papel, la cual creó un organismo rector el INTRANT con pocos logros demostrados a la fecha, y sigue propiciando la confusión de roles pues eliminó competencias y recursos a los ayuntamientos en materia de tránsito, pero mantiene otras, y cambió el nombre de la Autoridad Metropolitana de Transporte que a sus inicios obtuvo respeto y fama, por el de Dirección General de Seguridad de Tránsito y Transporte Terrestre (DIGESET), pero no ha mejorado en nada su accionar.
Lo primero que deben entender sus agentes es que su rol no es sustituir el trabajo de semáforos que se suponen inteligentes y sincronizados, ocasionando largos taponamientos y rompiendo las proyecciones de las aplicaciones de navegación de uso común hoy día, y que deben estar donde no existen estas, o velando porque los conductores no vulneren los carriles, no bloqueen las intersecciones y respeten los cruces peatonales y las señales de tránsito.
Aunque las presentes autoridades han hecho anuncios de medidas para mejorar el pésimo sistema de transporte público vehicular, y han implementado algunos pilotos, se necesita acelerar esta transformación, y asumir el reto y el costo político de regular a un sector transportista que creció torcido, cobijado por distintos gobiernos que enriquecieron a muchos de sus dirigentes con prebendas para evitar huelgas, y han hecho a algunos parte del poder político, lo que complica y aleja la necesaria regulación.
Todos debemos aspirar a que el desorden mayúsculo de nuestro tráfico cambie, no solo porque es causante de muchas pérdidas humanas y materiales, generando un alto costo de atención de salud y pérdida de calidad de vida, sino porque de no corregirse estaremos atrapados en un callejón sin salida en el que los peatones tampoco tienen espacios de circulación, pero para eso se requiere voluntad para hacer que la ley sea cumplida por todos, firmeza para imponerlo con justeza y consistencia, decisión para erradicar las malas prácticas que lo hacen insoportable, y también compromiso de cada quien de cumplir su cuota y contribuir con la búsqueda de soluciones aceptando sacrificar intereses individuales en aras del bienestar colectivo.