Democracia no es simplemente ejercicio del derecho al voto. El voto se induce desde la propaganda política, como la publicidad conduce a consumir un determinado jabón.

La democracia debe sustentarse en concretos mecanismos de participación mediante los cuales el ciudadano pueda hacer valer su postura sobre asuntos de trascendencia: sobre los principios de la convivencia, sobre qué es el bien y cómo ejercer la justicia, cuál debería ser la forma de determinar nuestro futuro común, o cómo decidir sobre la guerra o la paz cotidiana

Debería concentrarse en edificar valores que alienten el diálogo y la inclusión, que rechacen lo conflictivo y violento y concentrarnos en construir comunidad.

Tales ideas no son nuevas. Se remontan a los orígenes de la Modernidad.

Se discutieron profundamente durante el siglo XVI. Mientras Machiavelli propugnaba por la formación de un Estado fuerte y centralizado, los humanistas, encabezados por Erasmo de Rotterdam y Thomas More, suscitaron ideas sobre el valor positivo de la participación y el pacifismo.

Erasmo fue incisivo en la descripción de los horrores e inutilidad de la guerra en su obra más conocida, el Elogio de la locura.

En otra obra titulada, Lamento de la paz, recalca que el mundo entero es la patria común de la humanidad y señalaba que el único camino para alcanzar la armonía en la convivencia transita por abolir la violencia.

Se opuso a la actitud guerrerista de los príncipes germanos, quienes –afirmaba–, imponían con su poder y furor la creencia de que la guerra es algo natural y que es equivocado, injusto y anticristiano oponerse a ella.

Con Cicerón, Erasmo estima que una paz injusta es siempre mejor que la guerra más justa. Lo que hoy –pienso– no tiene que ser verdadero.

Describe como causa de las guerras la voluntad de señorío de los potentes que pretenden aplastar a los más débiles y pequeños, y postulaba como ideal supremo: conciliar y armonizar las diferencias, invitando así a superar la visión pervertida y excluyente de los fanáticos.

La guerra siempre provoca injusticia, decía, y sus daños recaen sobre los más débiles.

El fanático aspira a imponer al mundo la dictadura de una sola opinión; llega a considerar su pensamiento como la única creencia válida, estima que la suya es la única manera lícita de vivir; divide la comunidad humana en secuaces y adversarios, en héroes y delincuentes, en creyentes y heréticos.

El fanático, al reconocer como válido solo su propio sistema de creencias, al admitir sólo la propia verdad, parecería estar obligado a valerse de la violencia para suprimir, en la multiplicidad de los seres, toda otra posibilidad.

El pensamiento de Erasmo no prevaleció históricamente.

La Modernidad impuso el centralismo, la engañifa, el realismo de Macchiavelli.

En este momento de disolución de todos los valores y tradiciones que impone nuestra época en una serie de fenómenos: desenfrenos del ser, la estupidez, la cortedad de miras, la locura del egoísmo, el ansia destructiva de sentirse dueño efectivo del misterio del poder, ignorándolo que es lo sagrado del vivir, descubrimos que subsistimos aferrados en la cola, en el vacío de la vanidad.

Hoy estamos signados por la desmesura de considerarnos propietarios de la plenitud de la fuerza, pero somos incapaces de atajar, de penetrar la oscuridad de la ignorancia, para que pudiera eclosionar una auténtica cultura de paz que permita a la humanidad convivir en concordia.

En este momento crucial en que nos encontramos sometidos sorprendentememente, como sociedad planetaria al efecto de un microfenómeno patológico que descongunta la cultura más poderosa y arrogante creada por la historía, estimo se nos impone, detener, por un momento la ansiosa y desquiciada andadura en que vivimos y dediquemos un momento significativo a reflexionar que es lo que realmente acontece y que y como deberíamos cambiar para ser mejores.