El Estado, esa superestructura que gravita y regula la relación entre gobernantes y gobernados, en manos de políticos insensatos, continúa siendo un ente de tropiezos en naciones con ciudadanía educada pero desinformada, cuando no una tabla de breve salvación o de ignominia en países sin cultura y atrasados políticamente.

A lo largo de la historia, no importa quién o quiénes ocupen los pasillos y las rendijas del poder dentro de ese entramado de suspicacias, sobresaltos y rejuego de egos, las características del quehacer político serpentean líneas imaginarias que a veces rayan en los fondos más oscuros de la naturaleza humana cuando se trata del trofeo máximo: la toma del poder.

Una vez más, el país está inmerso de pies a cabeza en otra campaña política. Con casi cinco décadas de democracia, coja, tuerta o mostrenca, la ocasión debería ser motivo de fiesta a favor de la alternancia, la institucionalidad y la transparencia en un estado definido en teoría como republicano, democrático y representativo. Sin embargo, parece que no es así, los deberes, derechos y responsabilidades públicas no cuentan.

El sistema de partidos y elementos corruptos, forrado de intereses particulares corruptores, ha convertido en un aquelarre la fiesta de la democracia. Ha saturado los resquicios más mínimos de la sociedad y dado muy poco espacio a la genuina expresión ciudadana en nombre del transfuguismo, el “dame lo mío” y la conveniencia. Poco a poco se crean las condiciones para un río revuelto a falta de diálogo, consenso y negociación civilizados.

Cada día la República política está más dividida. Más llena de odio contra el hermano. Más envenenada de política partidista. De políticos corruptos. Más fragmentada. Y con dolores éticos y morales que preludian el parto del monte y parecen no tener otra solución que la salida autoritaria, irracional, insensata o violenta. El vacío de liderazgo real, la ausencia de normas, mensajes, proyectos y programas de contenido –salvo algunas excepciones—resultan inquietantes.

¿Quiénes conspiran contra el estado de cosas? ¿Por qué se insiste en apostar en conducir al pueblo a un callejón sin salida? ¿A un matadero electoral? ¿A quiénes les conviene el caos? ¿A los que monopolizan el poder con aires de triunfalismo venenoso? ¿O a quienes aspiran a sustituirlos con los mismos trucos hipócritas desde la acera de enfrente? ¿Primero desacreditar la democracia; después, adoptar un régimen autoritario? Ojalá ese 37.9 por ciento de la Gallup que apoya la dictadura o la revolución se equivoque, por el bien de quienes desconocen lo que es una tiranía.

El cuadro actual del país refleja una de las tantas frases maquiavélicas de Vladimir IIych Ulianov, alias Vladimir Lenin, (1870-1924), autor intelectual del leninismo ateo, quien en su eterna lucha contra Dios, la religión, la libertad y la democracia afirmó con toda soberbia y prepotencia: “Usaremos a los tontos útiles en el frente de batalla. Incitaremos el odio de clase. Destruiremos su base moral, la familia y la espiritualidad. Comerán las migajas que caerán de nuestras mesas. El Estado será Dios.”

Y no satisfecho con ello, otra de sus malignas ideas subraya: “A aquel que trabaja y padece miseria toda su vida, la religión le enseña a ser humilde y resignado en la vida terrenal y a reconfortarse en la esperanza del premio celestial.”

Ambas frases podrían ser interpretada de diversas maneras si no fuera porque su práctica a lo largo de la historia humana ha generado millones de víctimas y el fracaso absoluto en la reingeniería política y social. Lo cierto es que la superestructura del Estado en manos de sus acólitos ateos, crea las condiciones para que así sea. Resulta muy preocupante en la actual coyuntura política y social. George Santayana afirmó: “Aquellos que no conocen su historia están condenados a repetirla.” Ojalá no volvamos a desandar los pasos superados.