El año pasado sufrimos los embates vesánicos de una campaña mediática que disminuyo el flujo de turistas y sus correspondientes ingresos. Este año asoma con cabeza de medusa el espectro funesto de un virus que amenaza con visitarnos sin permiso. Pero mayor preocupación debe producir la ominosa posibilidad de que no salgamos airosos del presente proceso electoral. La inesperada cancelación de las elecciones municipales y las airadas protestas subsecuentes podrían descarrilar el sector turístico y sumir nuestra economía en un lacerante remolino económico. 

Por muchos meses se perfilaba un avance sin pausa hacia un feliz proceso electoral. Aunque con ocasionales letargos y ríspidas confrontaciones entre partidos políticos y entre estos y entes representativos de la sociedad civil, íbamos logrando anheladas conquistas para la consolidación del sistema político. En el pináculo de las conquistas figuró la declinación presidencial a una nueva postulación, lo cual estuvo precedido por otros grandes logros. Entre los que permitían abrigar esperanzas de una mayor institucionalización figuraban una separación por oficio de las elecciones, la separación de los organismos electorales (lo contencioso versus lo administrativo), una mayor participación de las mujeres, un voto en el exterior, un voto preferencial, unas nuevas leyes de partidos y de régimen electoral, la celebración de primarias en los partidos, un más bajo nivel de violencia en las campanas y una composición auspiciosa del pleno de la JCE.

Sin embargo, todo comenzó a despedir un hediondo tufo con el primer uso del voto automatizado en las primarias. Deslucieron la contienda electoral los vicios ancestrales de la compra de votos, el descarado uso de los recursos del estado con fines proselitistas, una avasallante publicidad del partido en el poder y veladas amenazas a los empleados públicos que no votaran por su empleador. Posteriormente, una miríada de impugnaciones ante el TSE y un furibundo cuestionamiento a la idoneidad del voto automatizado causaron odiosas fricciones, tanto entre los partidos como entre los agraviados y la JCE. Afortunadamente, eso fue seguido por una serie de medidas que lograron calmar los ánimos y viabilizar la celebración de las elecciones municipales.

Para ese certamen se habían dado firmes pasos de aseguramiento electoral. La JCE complació varias de las peticiones partidarias y segregó la modalidad del voto entre lo manual y lo digital. También realizó las auditorias solicitadas y acogió a instituciones internacionales y observadores externos para acompañar las votaciones. La maldad, sin embargo, campeó por sus fueros y el voto automatizado fue saboteado hasta postrarlo inservible e invalido. Fue atinada la medida de la “suspensión” de las elecciones para ambas modalidades de votación, aunque tal vez debió tomarse la noche antes. Los partidos fueron notificados debidamente con anterioridad sobre el entuerto y la JCE no pudo, aun con su acompañamiento, resolver el problema para evitar la suspensión. El acontecimiento, al ser inédito desde la tiranía, ha conmocionado al país.

Lo que siguió y todavía sigue ha sido un pandemonio de quejas y malsanas acusaciones. De nada sirvió la alocución presidencial que dio garantías de apoyo al debido proceso de ley, despejando de paso la duda de si la coyuntura se usaría para perseguir una modificación constitucional que viabilizara la postulación presidencial. Un novedoso y prometedor fenómeno ha sido el surgimiento de pacificas manifestaciones de descontento por parte de la juventud y la clase media en varias ciudades del país. Pero a pesar de que la solicitud del gobierno a la OEA para que acometa la investigación imparcial de lo sucedido, la indignación de la población ha sido tan intensa que seria arriesgado asumir que lo que resta para las nuevas elecciones del 15 de marzo continuara sin hechos que lamentar.

Y es que esta coyuntura de nuestra vida política es un verdadero parteaguas para la salud de nuestra principal industria, el turismo. Si el descontento de la población se traduce en quemadera de gomas en las calles, tiroteos policiales contra los manifestantes y otros hechos de violencia es seguro que la prensa internacional tomara nota y lo proyectara a nuestros principales mercados emisores de turistas. Huelga decir que la imagen del país se vería otra vez en la picota del mercado turístico internacional y que las consecuencias serian predecibles. Quedaría claro, lamentablemente, que la vulneración de la institucionalidad democrática es un prerrequisito esencial para la estabilidad y el auge de la industria.

El Caribe es una región de ensueño para millones de turistas vacacionales. Especialmente durante el invierno, sus playas y su idílico trópico son imanes irresistibles para quien busca disfrutar del dolce far niente. Pero la paz social imperante en sus islas es el indispensable basamento de su atractiva imagen. Por eso la crisis electoral por la que atraviesa el país ha infundido un callado pánico. Hasta ahora hemos logrado salvar el pellejo turístico, pero el peligro no ha pasado y las lecciones de la crisis deben ayudar a blindar nuestra imagen como un ideal destino turístico.

Un dislocamiento político sería fatal para nosotros en esta coyuntura. Los mismos hoteleros dan cuenta de que empezamos a recuperar el ritmo de crecimiento del flujo que se vio afectado el pasado año. Las noticias de nuevas inversiones hoteleras copan a diario los boletines, junto al positivo crecimiento de las llegadas de cruceros y la multiplicación de las conexiones aéreas. Solo dos proyectos de la costa este prometen añadir unas 18,000 habitaciones a nuestro inventario hotelero: Anex Tour con 9,000 en Macao y Wynn Resorts con otras 9,000 en Punta Cana. Hasta el somnoliento aeropuerto de Barahona por fin será usado por una empresa extranjera para reparar aviones. El auge del sector es indiscutible.

Es tiempo de que hagamos conciencia de la enorme fragilidad de la industria turística que nos gastamos. No solo son los acontecimientos geopolíticos, el terrorismo y los vaivenes económicos del mundo que podrían ser choques costosos para la misma, sino las condiciones internas que garantizan la estabilidad política y la paz social. Sin estos dos últimos ingredientes habría que admitir que el epitafio del mal turístico tendrá que ver con la débil institucionalidad democrática. “Sin democracia no hay paz” decía una de las pancartas de los jóvenes manifestantes en la Plaza de la Bandera y sin paz tendríamos que remontar una pendiente enjabonada para atraer turistas.

Ojalá y en ese epitafio no aparezca como principal responsable el liderazgo nacional, tanto el político como el de la sociedad civil. Los responsables no serán los lideres del sector turístico. Caminemos con cuidado para consolidarla y así asegurar que continúe el auge del prometedor sector turístico.