La mayoría de los lectores cree que los columnistas somos personas superdotadas, con conocimiento pleno de cuanto asuntos abordamos. La percepción no es real. Pero lo importante es que los temas se traten con responsabilidad. En una democracia es indispensable la crítica y el ejercicio de la libre expresión del pensamiento.
Escribir una columna, especialmente si se hace una obligación cotidiana, conlleva un compromiso. No el tipo que usualmente se contrae al asumir una afiliación partidista. El compromiso al que me refiero es de naturaleza ética. Por lo general establece distancias que involuntariamente se crean con cada entrega diaria. En esencia cada artículo se convierte en una experiencia propia. Hacer periodismo en esta época de la vida democrática del país es una delicia. A mi me tocó ejercer este oficio en distintas etapas, algunas de ellas sumamente difíciles, en el que cada amanecer amenazaba con ser el último.
En la universidad se enseña que el compromiso debe ser con la verdad. Pero descubrirla es todo un crucigrama. El compromiso real se adquiere cuando uno siente un enorme miedo interior por lo que escribe y sin embargo continúa adelante. Durante un largo período viví con ese terrible miedo interior. El terror provenía del contenido de algunos despachos en la época en que ejercía de corresponsal y más tarde en mis inicios como columnista en este mismo diario. Eran etapas ya superadas en que toda expresión de disidencia conllevaba un alto precio. Veía el temor reflejado cada día en el rostro de mi esposa y oculto tal vez en la inocente sonrisa de mis hijos, ajenos a todo el peligro a su alrededor.
Ese temor jamás desapareció. Como no han desaparecido las fuerzas oscuras que, tanto aquí como en otros países, bajo distintos disfraces blanden todavía con impune arrogancia la terrible y demoledora espada de la intolerancia.