Finalmente Danilo Medina es candidato presidencial del PLD. Ha sido un camino largo, tortuoso y doloroso para él y sus más fieles seguidores, que corona una determinación y una perseverancia que han sido altamente valoradas por muchos, incluyendo a analistas de fustes y de incuestionable talante. Ha logrado el fin propuesto, pero el medio para alcanzarlo plantea un eterno problema político de la relación entre la ética de los fines o del resultado y la ética de los principios.
En su camino hacia la recién obtenida candidatura, Danilo ha elaborado un discurso valorado muy positivamente por muchos y con él ha querido distanciarse de la gestión de gobierno de su partido. Sin embargo, no se ha resaltado lo suficiente el hecho de que si bien es cierto que algunos énfasis de su discurso difieren de ciertas acciones de su gobierno, su práctica política no ha sido coherente con ese discurso.
En esencia, el medio para obtener el fin no se ha correspondido con la responsabilidad ética de distanciarse de muchas de las posiciones y ejecutorias del gobierno y de la mayoría del Comité Político de su partido, contrarias en muchos aspectos a su discurso, una constante mantenida durante el discurrir de los mandatos del PLD.
Sólo en semana pasada se produjeron dos clamorosos ejemplos que sostienen este aserto. En términos discursivo, Danilo plantea una reorientación y priorización del gasto público, sin embargo, sus legisladores aprobaron, como siempre lo han hecho junto a los del PRD, un préstamo de 251.5 millones de euros para la construcción del Metro, aprobando además el paquetazo fiscal, a pesar de que inicialmente expresó la no pertinencia del mismo.
Se supone que él es jefe de una tendencia y una opción diferente del actual gobierno en política social y presupuestaria, pero en la práctica no se conoce que sus legisladores se hayan diferenciado de los de las otras tendencias de su partido, ni de los del PRD, a la hora de votar como grupo sobre temas como los contratos mineros que lesionan los intereses nacionales, sobre la asignación presupuestaria a la educación y a la distorsionante asignación para la construcción del Metro, amén de que aprobaron los artículos de la nueva Constitución que cercenan derechos esenciales, incluyendo el del libre acceso a las playas y ríos.
La ética de los resultados, la de lograr la investidura, se prefirió a la ética de la responsabilidad de oponerse a la política oficial en esos y muchos otros casos. En tal sentido, la perseverancia que lo condujo a esa investidura no puede ser valorada al margen del costo que tiene que pagar, no él sino la población, con su aprobación a medidas del gobierno claramente lesivas al interés de la población.
Por eso, en la presente coyuntura el Danilo/candidato, sin sustanciales matices, se convierte en el candidato oficialista, al asumir la defensa de las políticas del presente gobierno y desempolvando el viejo discurso del 96: el de insuflar en la población el miedo al fantasma del "desorden y el retroceso", al tiempo que se produce una correspondencia entre su nuevo discurso y su invariable práctica.
Muchos de sus seguidores, los de siempre y los del momento, celebran los resultados y tienen sus razones, pues en esta sociedad se ha impuesto la cultura y el culto al éxito, no importa cómo este se logre. Sin embargo, si bien es cierto que en la esfera de la política no se puede llegar al fanatismo de desconocer que no siempre los resultados se pueden obtener con una cierta dosis de flexibilidad en los principios, hay límites a los que no se puede llegar.
Cuando en la esfera de lo público, los resultados que benefician a una persona se obtienen al precio de esta nunca hacer pública condena a actos lesivos al interés colectivo, como es el caso, estamos ante un inaceptable predominio de la ética de los resultados sobre la ética de los principios, ante una incoherencia entre discurso y práctica. Una verdadera lástima.