El dibujo como expresión plástica de la narración pictórica determina el universo sensible del arte. Aún más, pues desde sus albores, hasta llegar a sus formas más abstractas y recientes, el dibujo ha sabido otorgar estatuto histórico a la tradición pictórica. De manera que un dibujo no es, a fin de cuentas, un mero trazado de líneas, por más autónoma que sea su hechura. Un dibujo es símbolo, y cuanto mayor sea la profundidad con que sus líneas imaginarias se proyecten hacia una dimensión superior, tanto mejor.
El dibujo, a través de sus múltiples expresiones, hilvana y propicia el discurso cromático, abriendo de este modo el paso a la luz y a sus diferentes matices. Así pues, el dibujo como expresión técnica y poética de un espacio irrepetible, singular, particular y único, plasma la luz como elemento inmaterial en el acto de traspasar el espacio a la materia.
Pareciera entonces que nos encontramos ante el surgimiento de otros mundos, de otros límites u orillas. Tal como si el mundo, así como lo conocemos, adquiriera nueva soberanía y pasara al servicio de fuerzas ignotas, trazando rastros que no dependerán ya ni de nuestra voluntad ni de nuestros sentidos. Sobre esto reflexionó agudamente el filósofo francés Gilles Deleuze: “Estas marcas manuales, casi ciegas, dan testimonio, por tanto, de la intrusión de otro mundo en el mundo visual de la figuración. Sustraen, por una parte, el cuadro a la organización óptica que ya reinaba sobre él, y de antemano lo hacía figurativo”. De este modo, se ha interpuesto la mano del dibujante para sacudir su propia dependencia y para quebrar la organización óptica soberana: “ya no se ve nada, como en una catástrofe, un caos”.
Hay en cada dibujo un ritmo de fuerzas irracionales, en las que podemos intuir una inquietante zona de sombra: la irreductibilidad entre el artista y su obra, subsistiendo siempre, en la práctica del dibujo, una distinción imborrable entre el impulso inicial a crear y su resultado final, la obra de arte en su hechura final y definitiva. Así pues, nos encontramos ante la distinción entre las fuerzas emocionales de la experiencia del artista y aquello a lo que llamamos el factor intelectual. En efecto, esta diferencia puede encontrarse en las realizaciones en las que elementos primordiales existan ya configurados como materia prima, antes que la forma les sea impuesta, pues la forma preexiste, antecede, como un plan preconcebido antes de ser aplicado a la materia.
Ambas coexisten en el producto acabado: podemos ver que la materia hubiese podido tomar una forma diferente, o la forma haber sido impuesta sobre una materia distinta. Pero nada de esto es aplicable a una obra de arte. Algo, sin duda, existía antes que la obra apareciera: había, por ejemplo, un palpitar febril, una excitación confusa en la mente del artista. Al mismo tiempo, existía también el impulso de crear, dibujar o pintar, pero este impulso no era la forma del cuadro. Esto de tal manera, que cuando la obra está acabada, no hay nada en ella sobre lo que podamos decir “ésta es una materia que podía haber tomado una forma diferente”, o “ésta es una forma que podía imponerse a una materia distinta”.
De ahí que la cultura moderna use y “produzca” el color a través de una gran cantidad de técnicas materiales, destacando —como se ha dicho— una aparición y representación visual capaz de resaltar los atributos de la luz a través de los trazos ocultos del dibujo, tanto que, gracias a instrumentos como la reflectografía infrarroja, la grafía de los dibujos subyacentes se han constituido, sin duda, en un signo de identidad promisoria en el progreso imaginario del arte moderno.
A través del desvelamiento de su realidad interna, el objeto pictórico expresión del dibujo deviene, según Paul Klee, más que su simple apariencia. Descubrimos que la “cosa” es más de lo que su figuración exterior permitiría pensar. La “cosa” se muestra disecada, su interior revelado por contornos y cortes, líneas y sombras, colores y trazos. El carácter del dibujo se plasma conforme al número y al tipo de líneas y puntos. Esta es la interiorización visible, sea con la ayuda del lápiz, del pincel, sea mediante instrumentos más delicados, capaces de revelar con claridad la estructura narrativa, o la función material del color y la luz, en el soporte mismo del objeto dibujado.
La suma de las experiencias así realizadas, arrastran al artista a intervenir su creación con un movimiento que va desde el exterior hacia el interior del mismo, fluyendo en su dirección y sentido, proyectando la impresión recibida de las apariencias a fin de transformarlas en penetración de las funciones del dibujo dentro del color y de los contornos difusos de la luz. Anatómico antes, el punto de vista se hace entonces fisiológico, según la enseñanza de Paul Klee. De este modo, el estudio exhaustivo del objeto del dibujo termina así revelando intuiciones en las que esas líneas de comunicación se concretizan en acto creativo.
Todas las vías se conjugan en el ojo, es este el punto de unión desde donde se convierten en Forma, y en síntesis de la mirada exterior y de la visión interior. Este es el trait d’union donde se arraigan las formas trabajadas por la mano, aquellas que se apartan enteramente de la dimensión física del objeto y que, sin embargo, desde el punto de vista de la Totalidad, por lo expuesto anteriormente, no lo contradicen.
Las impresiones recogidas sobre las diferentes vías y concepciones transformadas en obras de arte, ilustran la progresión imaginaria del dibujo, desde el primer boceto hasta su realización plena a lo largo del desarrollo de la Historia del Arte, en un registro que va desde las pictografías prehistóricas hasta las creaciones de nuestros días.
La aplicación al dibujo, a través de una visión amplia y plena de la naturaleza, permite al artista el acceso progresivo de una visión filosófica del universo, un dominio de los procesos creativos a la par de la naturaleza, fuente primigenia que le permitirá crear libremente formas abstractas y figurativas, trascendiendo así el esquematismo de aquello a lo que aspira o desea, es decir, logrando trazar en el dibujo mayores flujos de hondura técnica y visual.
En su Tratado de la pintura, Leonardo aconseja repetidas veces a los pintores no encerrar la forma en líneas. Esto parece contradecir todo lo dicho sobre Leonardo y el siglo XVI. Pero la contradicción es aparente. Lo que Leonardo sugiere, según Heinrich Wölfflin, se limita a una dimensión “exclusivamente técnica”, e, inclusive, es posible que aluda con su observación al artista florentino Sandro Botticelli, cuya manera de dibujar las gamas de negro cultivaba grandes consensos en la pujante Florencia de los Médicis. No obstante, en un sentido superior podríamos afirmar que Leonardo es mucho más lineal que Botticelli, aunque modele más suavemente y haya superado la colocación en seco de la figura sobre el fondo. Lo decisivo aquí, es precisamente el nuevo poder con que el dibujo habla desde el cuadro y obliga al espectador a seguirle.
Pero si aun, refiriéndose meramente al dibujo, cabe decir que la expresión del estilo lineal no satisface más que una parte del fenómeno, porque, como es el caso de Holbein y en el antes caso citado de Leonardo, el modelo puede obtenerse también con medios no lineales; al acercarnos al dibujo advertimos hasta qué punto la clasificación tradicional de los estilos se fija unilateralmente en una sola nota. La pintura, con sus pigmentos que todo lo cubren, obtiene principalmente planos, diferenciándose así del dibujo, aun allí donde no sale de la monocromía. En ella habrá, y se sentirán por doquiera las líneas, pero sólo como límites de las superficies sentidas y transfiguradas, plásticas y táctilmente. Éste es el concepto que se acusa, dice Wölfflin: “La condición táctil del modelo decide la colocación de un dibujo dentro del arte lineal, aunque sus sombras no sean nada lineales y descansen como un vaho de humo sobre el papel. La índole del desvanecido es, desde luego, evidente en la pintura. Mas, al contrario de lo que ocurre en el dibujo, en el cual los bordes, en relación con el modelo de los planos, aparecen mucho más acentuados, la pintura establece el equilibrio”. En el dibujo funciona la lineación como bastidor al que están sujetas las sombras; en la pintura aparecen ambos elementos en unidad, y la determinación plástica, en lo general idéntica, de los límites formales; sólo es el correlato de la determinación plástica, en lo general idéntica al dibujo, en correspondencia imaginaria con el hecho pictórico.
Si el ataque platónico atribuye a las artes el delito de retener la mirada interior del hombre en el ámbito de las imágenes sensibles; de cerrarle absolutamente la contemplación del mundo superior y auténtico de las Ideas, la defensa de Plotino las condena al trágico destino de empujar siempre esta mirada interior más allá de las imágenes sensibles, abriéndole idealmente una visión hacia el mundo de las Ideas, pero velándosela al mismo tiempo, para lograr liberarse de las mismas y crear una nueva visión del mundo.
Consideradas como creaciones de un nuevo mundo espiritual, las obras de arte enriquecen y liberan la vida. Por otro lado, consideradas como manifestaciones de ideas revolucionarias, éstas crean un panorama de visiones nuevas, superando así simbólicamente nuestra realidad objetiva y fenoménica. Si estas especulaciones tienen validez, entonces, se comprende, por qué ninguna narración poética del dibujo, podrá acabar nunca con la creación del pintor, desde y para el dibujo.