Tal parece que vivimos tiempos hiperbólicos, de ganchos y maromas. De episodios absurdos, sacados de la antología del surrealismo y la morbosa telerrealidad, a juzgar por los episodios de funcionarios cuya brújula o GPS no andan en sintonía con el “transponder” del capitán del barco que timonea desde el Palacio Nacional.
El capítulo más reciente tuvo eco en la provincia de Samaná. Allí, la gobernadora, Elsa Argentina de León Abreu, en un gesto de arrojo, audacia y verborragia desenfrenada, la emprendió contra aquellas que se resisten a ser vacunados contra el Covid-19 dentro del amplio y costoso Plan Nacional de Vacunación que realizan las autoridades de Salud Pública.
La ahora exgobernadora, quien fue destituida pocas horas después por el presidente Luis Abinader, había anunciado de muy mala leche por las redes sociales que “haría una fiesta por cada persona que muriera de Covid-19 sin estar vacunada.” Algo así como si la Santa Inquisición emitiera un bulo de la Edad Media, para descabezar a todo aquel que huela a desafecto de la fe.
Si bien es cierto que a doña Elsa le asiste el derecho a la libre expresión garantizada en la Constitución de la República, algo que nadie en su sano juicio podría cuestionar, no menos real es que el mismo derecho que le ampara al exabrupto también está garantizado para todos aquellos que invocan razón alguna para oponerse a la inoculación.
Uno de los dilemas medulares de nuestra particular democracia consiste en que muchos ciudadanos no distinguen entre el fondo y la forma, a la hora de emitir juicios de valores críticos. Tanto así, que mantener un debate de altura, civilizado y con respeto, cuesta de Dios y su ayuda ya que el maniqueísmo del producto bruto interno se impone.
En el caso de la ahora exgobernadora, doña Elsa, se debe elogiar su franqueza. Y hasta cierto punto, la crudeza de sus planteamientos. La razón es que en una sociedad de doble moral, ella dijo lo que muchos sienten y piensan pero no se atreven por aquello de la imagen, el pudor, la dignidad y el qué dirán. Pero que en el fondo, no dudan en ser capaces de afirmar eso y por vía de hecho hacer mucho más.
Para nadie es un secreto que la sociedad dominicana, manejada por la ley del péndulo de la historia, se ha movido de un extremo a otro. Es decir, del más oscuro y patético autoritarismo ordenado del Trujillismo, a casi el más despiadado libertinaje del individualismo brutal, los antivalores y lo antidemocrático.
Hoy solo se habla de derechos y de vulgaridades. Y es poco o casi nada lo que se invoca de los deberes ciudadanos, la solidaridad y del sistema de consecuencias en una sociedad democrática; donde el derecho propio termina donde comienza el ajeno, o donde prevalece sólo un derecho y se atropella a los demás.
Por eso y por muchas razones adicionales, el desatino fiestero de la ahora exgobernadora de Samaná es digno de figurar en la antología del disparate o del desafuero, en un sistema de libertades que raya en el politeísmo pagano y donde abundan los altares y los dioses particulares.
De una funcionaria que pudo muy bien medir sus ideas antes de emitir palabras “tan ofensivas y obscenas”, en una sociedad donde ser franco y honesto, romper con la forma y con el fondo, puede acarrear algunas dificultades de índole personal por aquello de “mantener las formas debidas.”