“El bienestar de una nación, así como su capacidad para competir, se halla condicionado por una única y penetrante característica cultural: el nivel de confianza inherente a esa sociedad”. (Francis Fukuyama: La Confianza (Trust).
Nuestra existencia social como nación, si la medimos en función del capital social, se diluye si asumimos su definición como la capacidad de cada uno de nosotros como individuos, de trabajar conjuntamente en función de un proyecto más amplio que nuestro propio yo. Por eso es la capacidad de asociatividad, del grado de cooperación, de la dimensión de integración coloreada por normas y valores en el que estos hacen que los intereses individuales se subordinen al de la vida en común, de un proyecto u objetivo que nos trascienda.
El debate como construcción de legitimidad social en una democracia electoral minimalista ha de ser consustancial a ella, inherente a su propio cuerpo y caparazón. No es dable concebir a un demócrata verdadero rehuir a un debate, aun en medio de la más cruda realidad de la falencia gnoseológica que un candidato pueda tener. Si se es honesto y ético personalmente, va allí con lo que es. Pero es peor y más ruin que un candidato que tenga todas las condiciones y porque las encuestas lo den como ganador, rehúya en un momento determinado “porque no saben conceptualizar”.
La grandeza corre en la necesidad de entender que el soberano es el pueblo que amerita escuchar, en un ambiente sosegado y creado para ello, SUS POSICIONES EN LOS DIFERENTES PROBLEMAS Y OPORTUNIDADES DE LA SOCIEDAD. No se asiste a un debate por:
- Falta de respeto a la sociedad,
- Arrogancia y prepotencia y solo creer en ellos cuando están en desventaja electoral.
- Por no ser demócrata, al saberse mayoría, desdeña, subestima a una parte significativa de los ciudadanos que están con otros candidatos.
- Reconocimiento neurálgico de sus carencias: expositiva, comunicacional, de conocimientos,
- No entendimiento de su rol como candidato: informacional, de puente, glorificador de ideas, de constructor de esperanza. Todo ello, más allá del marketing.
Nuestra democracia electoral se encuentra en una situación muy débil, en un eslabón deslizado en una profunda desinstitucionalización. Si en el Informe del PNUD de noviembre de 2019, acerca de la calidad democrática nos encontramos en una valoración perceptual de la democracia, de 73% en el 2008 a 42% en el 2019, de los últimos países en democracia electoral, solo superando a tres países (Honduras, Nicaragua y Paraguay).
Barómetro de Las Américas, de Cultura Política de la Democracia 2018-2019, de 18 países evaluados con respecto al índice de democracia electoral quedamos mejor solo que Guatemala, Honduras y Nicaragua. Lo mismo ocurrió cuando nos midieron (Freedom House) con respecto a la puntuación de libertad. Hoy hay de manera más ostensible todo un retroceso con los acontecimientos que pasaron el 6 de octubre de 2019 con las Primarias, el 16 de febrero con las Municipales suspendidas y los elementos originados con la organización de las elecciones de julio del presente año. Se expresa, por así decirlo, una degradación en el alcance y dominio de los actores que tienen que ver con el proceso electoral. Tal vez, no ética, empero, la eficiencia, eficacia y calidad de los procesos en una loable gerencia efectiva, brinca el salto del trúcamelo.
Desde octubre de 2019 hemos tenido, en término electoral, una verdadera recesión que ha generado una profunda ansiedad, angustia y estrés institucional y político. El debate es la fragua fresca que pone a los principales actores políticos en un cuadrilátero civilizatorio que nivela y aleja las energías negativas. Pone en el horizonte la igualdad de los actores en los distintos escenarios. Tenemos que ir más allá de la caverna y asumir las reglas, escritas o no, del ejercicio de la democracia. Crear una especie de gran ruptura con el liderazgo del siglo pasado que ha trascendido en su fisonomía más negativas, en actores políticos claves, que puede ser el cierre del ciclo de la mayoría que compiten. La sociedad requiere un verdadero darwinismo político.
Si la democracia es la forma de gobierno en la cual la legitimación y selección la hace el demos, el debate es la hilaridad, el hilo conductor que suaviza entre el potencial presidente y la ciudadanía que observa, ausculta, devela, racionaliza sus emociones encontrando el equilibrio entre lo que tiene que decidir y su imaginación. Esa posibilidad de verlos a todos juntos nos jerarquiza las cualidades, independientemente de lo que al final hagamos. ¡Con el debate el fraude de la legitimidad social se achica, se empequeñece! Ya sabemos lo que verdaderamente tenemos más allá del marketing, de la filantropía de ocasión, de la solidaridad fraudulenta, de las dádivas, de las limosnas.
En medio de esta crisis de recesión electoral se amerita más que nunca saber de los candidatos que piensa de:
- La problemática de la institucionalidad y el Estado de Derecho;
- La corrupción y la impunidad;
- Todo lo concerniente a la criminalidad, la delincuencia y el crimen organizado;
- La pobreza y desigualdad;
- El “Sistema” de salud y la Estrategia Nacional de Desarrollo;
- El desempleo, sobre todo en la Juventud.
- La calidad de la educación, como perfilarla, su adecuación y grado de pertinencia;
- Los pactos eléctricos y fiscal, consignados en la Estrategia Nacional de Desarrollo;
- La crisis post virus, como enfrentarla.
- La Administración Publica y su profesionalización.
El debate implica el encuentro de dos o más personas donde expresan cada uno sus ideas, opiniones, alrededor de distintos tópicos. En este caso el debate político de candidatos a la presidencia ha de girar en torno a la visión del país. El soberano tiene que saber, en un ambiente sobrio, mesurado, circunspecto en que ha de estar los actores políticos, lo que ellos saben más allá de los equipos técnicos de los candidatos, del telepronter y del marketing. Es la visualización de la verdad en dos horas. Es el torrente de la organización de las ideas, del grado de inteligencia, de la agilidad mental, la puesta en escena de la lucidez de la razón.
Casi en todos los países se llevan a cabo debates presidenciables. Es inaudito que en pleno Siglo XXI, el final de su segunda década, aquí no se den. En gran medida tiene que ver con la madurez de nuestra fortaleza institucional, con la calidad de la ciudadanía y la decencia e incoherencia de los actores políticos. La sociedad toda tiene que estar pendiente del DEBATE DE ANJE, el que no asista de los invitados debería quedar anulado, en una silla vacía, con su nombre, que quede grabado en la mente de cada uno de nosotros, que ese candidato NO MERECE SER PRESIDENTE.
Auguramos la legitimidad social y política que atraviesa por conocer, como sencilla obviedad, el conocimiento de los actores más allá de la pantalla. El debate es el primer round en contra de la deslegitimización de la representación política.