Estación de Chamartín-Madrid

Hay crímenes que no prescriben jamás, como éste que aquí voy a contarles.

-¡Ayúdeme a encontrar a mis padres!- imploró el hombre en la estación de Chamartín, al Norte de Madrid, cuando se enteró que yo era dominicano. Resulta que su progenitor fue el Obispo que me dio la bofetada (¡plaf!) de la Confirmación hace cuchucientos y tantos años.

Redondito como una bolita de billar (¡tic-tac!) perdida entre aquellos enanitos de Lilliput de los cuentos de Gulliver de Jonathan Swift, en aquel hombre todo era visceral. El ímpetu de la energía de vivir se lo llevaba por delante como un vendaval.

Cuando naces te dan una nalgada (¡plam¡) para respirar (como si ya uno no viniera a este mundo asfixiado de antemano) y, cuando te “confirman” en la fe, te dan una tabaná (¡plaf!) como enviándote a los centros espiritistas. Hoy día lo que dan es un pellizquito insípido y te cobran má que’l diablo.

En aquella época, en el país solamente había una diócesis, la Arquidiócesis de Santo Domingo, con un Arzobispo y dos obispos Auxiliares. El Arzobispo era Ricardo Pittini Piusi, italiano y salesiano, quien había venido al país directamente de la Patagonia argentina. Era más ambicioso que Benito Mussolini, a quien confesaba “haber conocido”, como también dizque que era “amigo” de Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli, quien se convirtió en el papa Pio XII.

Todos estos cuentos de camino impresionaron al dictador Rafael Leónidas Trujillo Molina, además del hecho de que Pittini Piussi era políglota y hablaba siete idiomas (sin incluir el latín y el griego, que los parlaba también). En aquella época eso era y lo es aún hoy en día un currículo del carajo. Por eso Trujillo (a quien Pittini llamaba “Rafaelito” de cariño) lo recomendó al Vaticano para Arzobispo Metropolitano, pasándole por encima a todo el clero dominicano, a pesar de que ya estaba virtualmente ciego. Duró casi treinta años como la máxima autoridad eclesiástica (nominalmente, porque de hecho estaba incapacitado). Trujillo y el Vaticano lo mantuvieron vigente, a pesar del desprendimiento irreversible de retina que padecía.

Algo parecido había sucedido con Pedro Santana Familia y el “ilustrísimo” Tomás Portes e Infante, quien era Vicario Apostólico (no había Arzobispo) y a quien Santana Familia, como presidente de la Junta Central Gubernativa usurpada por él y su soldadesca, después de dar un golpe de estado contra el gobierno legalmente establecido, lo recomendó a Roma para ser Arzobispo. Sin embargo, Santana Familia y sus adláteres no constituían un gobierno legal ni legítimo y no podían recomendar a Roma a nadie. 

Naturalmente, el purpurado le pagó la deuda a Pedro Santana Familia (que de familia no entendía ni pío) con la famosa carta pastoral del 24 de julio del 1844, amenazando con excomulgar (“bajo pena de excomunión mayor”) a los que se oponían al hatero. Tanto éste como Portes e Infante actuaron siempre fuera de la legitimidad.

Portes e Infante y Pedro Santana Familia, hatero de tradición (por no decir “ratero”) eran partidarios de la anexión a España (como lo fue también su vice, Felipe Benicio Alfau Bustamante, uno de los nueve Trinitarios originales, quien luego se convirtió en un azaroso traidor, delatándolos al gobierno haitiano y asociándose a Santana Familia, quien lo nombró su “vice-presidente transitorio”.

La anexión se realizó el 18 de marzo del 1861, dando cabida a la Guerra de la Restauración que culminó con la retirada de las fuerzas españolas hacia Cuba (1865), con las cuales se fue Máximo Gómez Báez, el futuro “Libertador” de Cuba. Tanto Pedro Santana Familia como “el viejo” (Gómez Báez) eran descendientes de canarios.

La amenaza de excomunión “latae sententiae” (automática) de Portes e Infante del 18 de julio del 1844 fue en realidad un “amago generalizado” y en la  “carta” no mencionó a ninguna persona en particular, aunque todos sabían a quiénes se estaba refiriendo. Esa diatriba anti-haitiana fue un pasquín de propaganda a favor del hatero seibano, a pesar de que éste en realidad había nacido en “Hincha”, hoy día territorio haitiano… ¡vaya ironía!

Pittini Piussi tuvo dos obispos auxiliares: Octavio Antonio Beras Rojas (seibano como Santana).  y Felipe Gallego, español y jesuita, una combinación muy peligrosa en aquella época de dictaduras recalcitrantes.  Este último, residía oficialmente en Santiago de los Caballeros, en el Hospicio de las Mercedarias y desde allí se parapateaba por todo el país a lomo de caballo.

Trabajador incansable, ambiciosito como la mayoría de los obispos y un trepador nato, como los políticos dominicanos, Felipe Gallego exigió que le asignaran una secretaria que, a la vez fuera mecanógrafa y supiera taquigrafía, para que transcribiera todos sus mensajes. Por eso le asignaron una monjita acabada de llegar de España, que parecía una manzanita, con unos cachetes perennemente rozagantes. Una verdadera muñequita de porcelana. Todo en ella era chiquitito como lo era también en el obispo, en quien todo era chiquito menos una sola cosita muy importante. ¿Quieres adivinarla?

La monjita era un primor, una verdadera monada, con dos buchitos y dos hoyitos en cada uno de ellos que parecían dos bizcochitos de cumpleaños que daban ganas de comérselos en el acto. Tenía dos esmeralditas brillantes como pupilas que siempre parecían espantadas en una niña asustada ante el calor tropical. Era la tentación talar clásica en un país como el nuestro y parecía una caperucita perdida en medio del Cibao.

La muñequita sorprendía a todo el mundo por su timidez ante aquel purpurado impetuoso, todo vestido de rojo como un toro miura que exhumaba un vigor de colonizador proverbial, tipo Hernán Cortés o Francisco Pizarro, aquellos dos grandes criminales de antología. El primero engañó a La Malinche y, a través de ella, se metió a los aztecas en el bolsillo; el segundo acabó con Atahualpa en el Cuzco, subyugando a los incas. Tanta ambición y tanto vigor reprimido y desplazado terminan siempre rompiendo el saco.

Tan rozagantes resultaron los pucheritos de la manzanita encerrada en aquel hábito blanco que, en uno de esos dictados interminables que recibía del purpurado, la muñequita quedó embarazada.  Y, como era la costumbre en aquella época, encubrieron el hecho en la sacristía del hospicio pero los empacaron a ambos hacia España, condenándolos a cadena perpetua para siempre y para el jamás de los jamases, como las tumbas de Egipto. Dos muertos en vida por haber sucumbido ante la energía creadora que mantiene vibrando al universo. ¡Qué “pecado” más grande!

A ella la enterraron viva en un convento de clausura preparado para esos menesteres de monjas embarazadas, y al Obispo lo enterraron en un monasterio de monjes condenados al silencio sempiterno de las momias egipcias. Hoy fuera un nuncio apostólico de su Santidad o un cardenal con ambiciones de Papa. Como nuncio hubiera sido mucho más edificante que Huesoloco (Josef Wesolowski). ¡Sit transit gloria mundi! (¡Así se esfuma la gloria del mundo!).

Así y allí nació aquel niño, condenado antes de nacer a jamás conocer a sus padres. Lo transfirieron a un orfanato, no muy lejos de Chamartín, donde creció a plazos como pagando la culpa de sus padres de una forma vicaria. Terminó convirtiéndose en un esquizofrénico paranoide y no fue posible darlo en adopción como era el estilo de la época.

Hoy día deambula sin rumbo por las cercanías de la estación de Chamartín preguntando a todo el que él piensa que es dominicano: “Ayúdeme a encontrar a mis padres”, pues lo único que le informaron en el orfanato fue que sus padres habían venido de Santo Domingo en la época de Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo Franco Bahamonde, el “Caudillo”.

Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, cuya vida no fue exactamente un jardín de jazmines perfumados, escribió en una ocasión: “Nuestra vida puede convertirse en tragedia si optamos por reprimir nuestra energía vivencial en aras de una religiosidad equivocada”.

Por eso hay quienes pasan la vida buscando a sus padres sin jamás poder encontrarlos, como consecuencia de crímenes cometidos en el nombre de Dios.

Esos crímenes no prescriben jamás, por más justificaciones de las instituciones

que usurpan el nombre de Dios y, usando ese ese nombre, cometen crímenes imperdonables.

La mentira no puede nunca entronizarse como “verdad”.