Los finales de los siglos y tiempos de pandemias, se viven como final de los tiempos; para San Agustín, “el tiempo es el lugar de la inseguridad (…) un tránsito peligroso en que todo puede suceder: lo mejor y lo peor”. Hoy, 1590 años después de su muerte, seguimos viendo los tiempos de grandes crisis, como el fin de la historia o de un relato. Sin una certeza basada en datos, no pocos hablan del nuevo orden que surgirían una vez el Covid-19 sea controlado. Sin embargo, una atenta lectura de las bases en que se asienta el mundo de hoy no permite decir con certeza que por el calado de los efectos de la pandemia en el futuro nada será igual. Muchas cosas cambiarán, indudablemente, pero no para tanto. Por lo menos aquí.

El mundo ha vivido muchas pandemias que pasan y dejan sus secuelas, pero con ellas no terminan los tiempos, ni mucho menos la historia. Dejan importantes cambios, algunos de ellos en las formas de construcción de las ciudades e incluso en costumbres tan expandidas en el mundo que casi no se conocen su origen. Es el caso del blanqueado de las paredes de las casas con cal, que dio origen a los pueblos blancos del sur de España. El uso de la cal era, a veces, hasta obligatorio como desinfectante después de las pestes. Es indudable que esta pandemia dejará profundos cambios no para bien, pero serán útiles para pensar el futuro. Incrementará el desempleo y la reingeniería del sistema productivo potenciará la virtualización del trabajo.

El incremento de uso de las plataformas de comunicación/conferencias, como Zoom, Skype, entre otras componentes del sector del capitalismo más beneficiado de la pandemia, incrementará la práctica de reuniones virtuales, en detrimento del cara a cara del pasado proceso de socialización. Esa circunstancia, deberá llevar el poder de acumulación del capital de las redes a niveles insospechados, acentuando el proceso de aislamiento/incomunicación que lastra la humanidad. Esto serán aspectos del reacomodo, para decirlo de alguna manera, del capitalismo y, hasta ahora, no hay indicador alguno de que estamos ante el fin del mercado como lugar determinante de las relaciones interpersonales, del consumo y de la construcción del espacio urbano.

En los países pobres el “mercado formal de la vivienda rara vez cubre más del 20% de las necesidades”, según una investigación de la Organización Mundial del Trabajo, el resto es autoconstrucción y alquiler del mercado informal de vivienda, carente de los servicios básicos, salud, transporte y educación. Es lo que esencialmente sucede en el Gran Santo Domingo y Santiago, ciudades con más pobladores que ciudadanos, que tienen que elegir entre morirse de hambre o de Coronavirus. La pobreza extrema genera fragmentación social, inobservancia de reglas e insolaridad y nada indica que, a breve y mediano plazos, y en este sistema, eso cambiará a mejor. Podría ser lo contrario.

En la llamada cultura occidental, en tiempos de angustia/esperanza se cree en un final feliz, una expresión de religiosidad que permea lo político, sin importar signos. Pero la única certidumbre, según la historia, es que sin cambiar la lógica del desarrollo basado en la desigualdad y las exclusiones no hay cambio social, en el sentido correcto de ese concepto. En el caso de nuestro país, la lucha contra el Covid-19 se libra en el contexto de una crisis política que apunta hacia un cambio de régimen. Ese cambio se efectuaría signado por los efectos de la pandemia, por lo cual, si antes le era urgente plantearse cambio de significativo calado, en términos de ruptura de la cultura política del país y de políticas sociales realmente inclusivas, ahora, los énfasis en esos ámbitos deberán tener mayor profundidad.

En el post Covid-19 habrán de agudizarse los conflictos sociales en el país, fundamentalmente en el ámbito de las relaciones trabajo/capital, dado la amplitud de número de nuevos desempleados, muchos de ellos sacados del proceso productivo sin el menor apego a la ley. En un país como este, de limitada institucionalización, de debilidad de las fuerzas laborales y del gran poder de los poderes fácticos, no es difícil de prever estas cuestiones. De prever que el “final feliz”, que algunos desean, como decía San Agustín, puede ser para lo mejor o para lo peor.

Todo dependerá de la opción de cambio: si es para cambiar o simplemente para gestionar un proceso en extremo delicado. El primer caso requiere la unidad de las mejores voluntades políticas, sociales y productivas del país, es lo que enseña la historia.