Los inicios del cultivo del tabaco por parte de los colonizadores europeos en América tuvieron lugar en las siguientes regiones: 1531 en Santo Domingo; 1580 en Cuba; 1600 en Brasil; 1612 en Virginia, EEUU; y 1631 en Maryland.
En la colonia española de Santo Domingo, el auge del tabaco se relaciona con la Ordenanza del 12 de octubre de 1763 que creó una tabacalera en la colonia. De acuerdo a Sánchez Valverde esa fábrica debía "promover y acaparar la cuota de tabaco que se asignó a Santo Domingo, tabaco del Cibao, y sobre todo en la jurisdicción de Santiago y en todas las demás que puedan producir abundantes cosechas de buenos tabacos para el mayor adelantamiento de la construcción de cigarros que se deben labrar en las Reales Fábricas de Sevilla".
Emergiendo de la sombra del tabaco de Cuba, el tabaco dominicano compitió con éxito en España en razón de su calidad. Las cifras de producción en esos años indican un aumento creciente de la 'producción que no bajó sino hasta las postrimerías del siglo siguiente por efecto de prácticas fraudulentas de los mismos cosecheros.
A modo indicativo de ese auge, en 1773 la producción fue de 3,131 quintales (quintales de 50 kilos) y al año siguiente aumentó a 6,000 quintales. Inmediatamente aumentaron las actividades agrícolas se construyeron caminos hacia los mercados y los puertos. Entre las obras más destacadas de la época se encuentra la habilitación de los ríos Yuna y Camú para el transporte de tabaco desde la región del Cibao hasta el puerto de Santo Domingo en el Sur.
El éxito sociocultural de la pujante sociedad tabacalera en el Cibao no se limitó al ámbito familiar en cada conuco.
Al mismo tiempo, despunta de manera notable la actividad comercial en la ciudad de Santiago y en los parajes de Gurabo, El Ejido, Buenavista, Licey, Moca, Limonal, Jacagua, Guazumal, Quinigua y otros. Antes de finalizar el siglo, el cultivo del tabaco copaba ya a Santiago y se había extendido hasta La Vega y Cotuí.
Ese dinamismo económico y la expansión territorial de la siembra del tabaco constituyeron una buena noticia, algo así como un oasis en medio del desierto.
En efecto, el desarrollo de la economía tabacalera fue posterior al omnipresente abandono en que se encontraba el campo dominicano. Con una población escasa –63,000 personas en 1812, 126,000 en 1844– y la actividad económica en extinción, Morillos advirtió en 1821 que:
"La agricultura había decaído por las guerras y la emigración. El escaso comercio se reducía al tabaco que se exportaba a través de Puerto Plata; unos pocos cueros, caobas, mieles y aguardientes. No había nada de café, cacao, ni de algodón, ni de añil que se cultivaba en las pasadas estancias. La industria en esa época era nula".
En medio de ese marasmo demográfico y agrícola acontecen los agitados eventos acaecidos entre los años 1800 a 1864 —sucesivas jornadas políticas e ideológicas con tres invasiones haitianas, un gobierno francés, el período de la España Boba, la Independencia Efímera, 22 años de ocupación y posteriores incursiones haitianas, las guerras de independencia, así como la inestable vida política de los primeros gobiernos nacionales– y el indiscutible surgimiento y aportes de la sociedad tabacalera dominicana reactivando la actividad económica en el Cibao. La realidad que sirvió a esa sociedad de punto de apoyo de Arquímedes fue la conjunción de su autonomía con el mercado. En efecto, desamparado y excluido del status quo imperante en el país, el productor de tabaco se valió de la autonomía que le proporcionaba la propiedad de su minifundio, de una parte, y, de la otra parte, la manipulación y usufructo de un producto comercial que lo articuló con el mercado nacional e internacional de la hoja de tabaco.
Cierto, la ocupación haitiana no fue capaz de imponer en el país un régimen de propiedad privada de la tierra, pues en la antigua colonia española lo corriente eran las tierras comuneras y los ejidos. Sin embargo, como destaca Frank Moya Pons la excepción a esa realidad aconteció en el Cibao donde cada productor de tabaco usufructuaba una parcela agrícola bajo un régimen de propiedad privada.
Las parcelas tabacaleras bajo cultivo contaban con poca extensión de terreno y por ello su régimen de producción se diferenciaba tan radicalmente del de las plantaciones agrícolas (por ejemplo, el de la colonia francesa en Haití y posteriormente el de los ingenios azucareros de fin de siglo). Randolph Klein calculó en 1868 que el promedio de cada vega tabacalera en el Cibao era de unas 38 tareas de tierra. En cada minifundio laboraban hombro con hombro su propietario, familiares y jornaleros. Todos en su calidad de hombres y mujeres libres, es decir, no esclavos y tampoco sobreexplotados como acontecía en las tierras que llenaban de caña los trapiches y luego los ingenios azucareros.
Los beneficios que dejaban la siembra y comercialización del tabaco daban para cubrir las necesidades familiares de los cosecheros, de conformidad con las expectativas y estándares culturales de la época. Por supuesto, el dinero no les sobraba, pero tampoco les faltaba. Cada unidad familiar sabía que la mera presencia del tabaco en su minifundio era una garantía suficiente para obtener ayuda económica de parte de los comerciantes locales, al igual que de los almacenes y casas exportadoras interesadas en comprar y exportar la preciada hoja.
El éxito sociocultural de la pujante sociedad tabacalera en el Cibao no se limitó al ámbito familiar en cada conuco. Por eso mismo queda por escarbar algo más para exponer las características inalienables de la organización social que sirvió de sostén, no sólo a la sociedad tabacalera decimonónica, sino –como hube de avanzar en un escrito anterior al referirme a mi tesis sobre lo dominicano– en el código cultural de la sociedad dominicana.