En múltiples escenarios escuchamos y leemos que la sociedad dominicana parece moverse con la lógica circular del tiempo, descripta en la mitología griega y encarnada en la figura del Rey Sísifo. Fenómenos sociales, culturales y políticos del siglo XVIII y XIX todavía se reproducen, recrean, resuenan, repican, transfiguran y saltan de lo simbólico a lo real y de lo real a lo simbólico en nuestra cotidianidad. Es como si se repitiera una y otra vez la absurda negación al cambio. Esto habla de nosotros mismos, lo que somos, lo que queremos ser y no llegamos a serlo, de nuestra esencia. El centro de este drama circular sigue estando en la respuesta a la pregunta ¿cuál es el Estado, la nación y el país que queremos? Dos factores han inhibido las transformaciones estructurales en este pedazo de isla: la idea del progreso y la permanente influencia de las fuerzas conservadoras en la conducción del Estado.
En efecto, las élites políticas, intelectuales, empresariales, el imaginario popular y las clases medias han patentizado una mirada del progreso, arrastrada desde la segunda mitad del siglo XIX. En esta perspectiva, el desarrollo se concibe como la expansión de infraestructuras físicas, avances tecnológicos, crecimiento de las fuerzas productivas del capitalismo y la imitación cultural de la matriz colonial europea y estadounidense. Esta visión ha dejado de lado la mirada del desarrollo centrado en las personas, en la ampliación de capacidades dirigidas a disminuir o eliminar las desigualdades sociales y contar con una sociedad más redistributiva.
A mediado del siglo XX esta noción clásica de prosperidad tomará un giro radical en Europa y es sustituida por la construcción del Estado-bienestar y el paradigma del desarrollo humano. En esta concepción, las políticas sociales estructurales están enfocadas en la protección social, en la construcción de ciudadanía, en el fortalecimiento y la autonomía de las instituciones, en un Estado centrado en el ciudadano y no en sí mismo, abriendo así una redefinición del progreso de raíces positivistas. Sin embargo, mientras Europa dio este salto, la República Dominicana siguió en su esencia estructural cobijada bajo la sombrilla del enfoque conservador de mediado del siglo XIX. Una visión en la cual la cultura ciudadana es sustituida por la fragmentación social y el predominio de lo individual, manipulada por las relaciones paternalistas del Estado; una concepción en la cual el liderazgo se define a partir de una figura carismática que encarna esa idea del desarrollo en la que la expansión económica mantiene modalidades de acumulación originaria de capital propias de sociedades del siglo XVIII.
La concepción del progreso en América Latina está transversalmente ligada a la construcción del Estado, la democracia y de la identidad nacional. El pacto social en casi todo el continente, para la construcción del Estado, fue entre las élites con la hegemonía de los grupos más conservadores. Este pacto de élites acuñará una ideología marcada por la obsesión de ser como el país colonial arquetipo, a pesar de la existencia de condiciones históricas y estructurales muy diferenciadas. Sin embargo, esos países europeos tomados como modelos establecieron las bases del Estado y el desarrollo a partir de un pacto social plural entre la burguesía y los trabajadores y la garantía de derechos universales que a pesar de los cambios de gestión gubernamental no deben tocarse, como la salud, la educación y otros derechos de protección social, los cuales en lugar de estrecharse se han ido amplificando hasta el día de hoy.
El resultado de este escenario ha sido el dominio histórico de las fuerzas conservadoras en la conducción del Estado dominicano y el doblamiento de las fuerzas liberales o progresistas al influjo del conservadurismo para acceder al poder. Este es quizás uno de los costos más altos que ha tenido que pagar nuestro país. Las alianzas entre grupos tradicionalistas y liberales han servido para soldar más la visión del desarrollo y la democracia, heredada del siglo XIX y consolidada por el trujillismo y el balaguerismo, y postergar los cambios de transformación social. Se trata de una relación utilitaria e instrumental mediante la cual los conservadores continúan en el poder y los grupos liberales también logran ascender combinando pequeñas reformas sociales con la permanencia estructural de la identidad de un pasado histórico del Estado, lo nacional y la sociedad.
¿Cuáles han sido los rasgos que han marcado ese predominio del conservadurismo en la conducción del Estado dominicano desde el siglo XIX? Estabilidad, orden y progreso es la triada filosófica que define el pensamiento y la práctica política de los conservadores. El orden está basado en el principio del cumplimiento de la ley por parte del ciudadano, no para el Estado y sin garantía de derechos. La estabilidad implica la ausencia de una cultura ciudadana, la renuncia a la defensa y lucha por los derechos y el dominio de la fuerza. El orden y la estabilidad tienen como base de sustentación la centralización del poder, el autoritarismo, el caudillismo, la personalización, el paternalismo y el mesianismo como modelo de liderazgo, en sustitución de la democratización de las estructuras y los espacios colectivos, en especial de los partidos.
El conservadurismo dominicano es antihaitiano y racista, aporofóbico (desprecio por los pobres), patriarcal, prohispano, homofóbico. De este cuadro político-cultural cobra visibilidad y fuerza la relación patrimonialista con el Estado y el sentido de propiedad individual de lo público. En el pensamiento conservador, la identidad cultural está centrada en la hispanidad, el catolicismo y las nuevas variantes del evangelismo como referentes, negando o invisibilizando la africanidad. Lo dramático de este cuadro histórico-estructural de la sociedad dominicana es que domina el imaginario colectivo de lo popular, la clase media y gran parte del liderazgo se siente cómodo o se ha acostumbrado a este modelo.
Estos déficits históricos marcan una sociedad dominicana culturalmente fragmentada, carente de una definición de lo nacional como fuerza unificante. La cultura en lugar de unir escinde o divide la nación. Todavía la añoranza por lo hispano y lo blanco sigue dominando el carácter, la conducta o personalidad colectiva (ethos) de la confusa dominicanidad, en oposición a la vergüenza que le genera verse en el espejo de la africanidad. Es la preeminencia del bovarismo dominicano criticado por Jean Price-Mars, al indicar que existe la actitud de los dominicanos de repudiar sus herencias africanas en aprecio de su ascendencia española. Pero esta obsesión por lo blanco se ha amplificado con la intensa migración dominicana hacia los Estados Unidos y la agresiva estrategia cultural de este país por vender el modelo estadounidense como opción universal. A esto se ha sumado el crecimiento sostenible de los movimientos migratorios de trabajadores haitianos hacia este lado de la isla, contribuyendo a la profundización del desprecio a la negritud.
Sin embargo, en este contexto de predominio del conservadurismo, no ha faltado la presencia de un pensamiento crítico como el de Bonó, Hostos, Bosch, entre otros, que desde mediado del siglo XIX y a lo largo del siglo XX propiciarán una visión de una “identidad” nacional que implica una ruptura con lo colonial y asume el desarrollo a partir de la noción de la transformación social. Pero este esfuerzo de originalidad de los grupos liberales tampoco escapará de la influencia de Europa. Una gran parte de los liberales dominicanos obvió la composición social de nuestra sociedad y acuñaron el paradigma del liberalismo europeo para una sociedad conservadora y de economía precaria. Sigue presente la aventura dominicana de la búsqueda por una identidad perdida, por el encuentro de lo que queremos ser, pero no llegamos a serlo. Este encuentro con lo que somos objetivamente tiende a distanciarse con los pactos políticos que legitiman y fortalecen la perspectiva del progreso de matriz conservadora.
El país ha tenido asomos de negación del pasado y el nacimiento de algo nuevo. Pero nueva vez este camino ha estado tutelado por las influencias del capital internacional a través de organismos como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, la USAID, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo y sus proyectos de reforma y modernización del Estado. En este escenario de alianzas con los organismos internacionales, se han patentizado políticas, cuyo énfasis principal ha estado centrado en la competitividad, gobernabilidad, apertura comercial, reformas fiscales y la privatización.
Este tutelaje internacional ha promovido el despliegue de un conjunto de programas sociales dirigidos a disminuir pobrezas, pero dichos programas no toman la característica de políticas sociales asociadas a un modelo de desarrollo que ponga énfasis en desarrollar capacidades humanas a través de la salud, la educación, el empleo y otras variables que son las que realmente superan de raíz la pobreza y nos enrumban hacia otra idea del progreso o desarrollo.
Esta combinación forzada de lo nuevo y lo viejo ha dado como resultado la construcción de una sociedad dual y fragmentada cada vez más, en la cual por un lado se despliega una agenda de modernización del Estado y por el otro la persistencia de una cultura social y política del siglo XIX de raíces conservadoras. No hay manera de que el vino nuevo se conserve en vasija vieja porque se derrama. Ideas nuevas con una sociedad y un Estado de naturaleza conservadora dificultan las transformaciones sociales, económicas y políticas. Es necesario un reordenamiento radical del Estado.