La identidad artística es una huella sin límites. Un lugar dinámico y móvil. Los límites del arte se identifican en la desaparición de sus fronteras. En el arte, lo idéntico difiere de lo otro, de su propio acto o gesto, en el instante en que la conciencia del artista se dispersa. Cada acto, cada palabra, cada gesto, queda despoblado, referido de modo implícito a una mirada que observa desde detrás.  En el arte moderno hay un espectador que participa de la obra, por eso, la obra se hace gesto y llega al público.  El público es el espacio del gesto que posibilita la obra, más allá de cualquier valor artístico.

Por lo que acabo de decir, resulta evidente que las nuevas expresiones artísticas aparecidas durante los últimos años abrieron las puertas a la disolución de la noción de la identidad en el arte. Se iniciaba así un proceso que cambió profundamente la naturaleza de la creación artística, suprimiendo poco a poco su dependencia a determinadas particularidades estilísticas. Lo que vino después fueron múltiples variantes del arte conceptual, que  modificó radicalmente la actitud de los artistas.

En ese contexto, el arte dominicano, no ha cambiado significativamente;  es un objeto de consumo sin identidad.

Existe como una especie de espejismo que hace pensar de una manera superficial que la creación de las tres últimas décadas ha sido especialmente dinámica y brillante. Pero, salvo honrosas excepciones, la inflación de artistas y de obras de arte no se corresponde con el valor de la creatividad actual. Caracterizado por su extraordinario eclecticismo, el arte de los ochenta, como es también el de los noventa y del presente siglo, resulta una sucesión de tendencias pasajeras que están retomando fórmulas del pasado.

Hemos visto cómo el resurgir de la pintura dominicana se traduce en una relectura del arte abstracto de principios del siglo XX, y en un sinfín de citaciones de la historia del arte. Con la década de los ochenta entramos en la era de los “neo”: neoexpresionismo, neopop, neogeo, son simples etiquetas que sirven para introducir a los jóvenes artistas, cuyas obras   se venden gracias a la complicidad de un mercado manipulado por críticos y marchantes de reconocidas galerías de arte (aunque esta carencia no les importa demasiado a los nuevos coleccionistas y especuladores interesados más que nada en adquirir las nuevas obras sin importar su valor artístico).

No hay que olvidar, como subraya el crítico Yves Michaud en su libro “El arte en estado gaseoso” (2007), que en el mundo del arte reina una gran confusión de criterios, que dan fe de la descomposición avanzada del paradigma de la vanguardia. La pintura de vanguardia se caracteriza por un lenguaje ecléctico, a menudo teatral, con numerosas citas a las obras del pasado y un cierto gusto por la ironía. El éxito ha sido arrollador y en muy poco tiempo las obras han alcanzado precios elevadísimos, algo que no se había visto nunca entre artistas dominicanos tan jóvenes y con muy pocos años de carrera. Para generar toda esta efervescencia, algunos críticos y “curators” espabilados se apoyan en corrientes aparentemente “nuevas”, con etiquetas llamativas, detrás de las cuales se oculta el reciclaje de viejas categorías estéticas.

La pintura que empezó a promoverse a fuerza de marketing a principios de los ochenta era una pintura abstracta, exacerbada, brutal y agresiva, inspirada en fuentes tan diversas como el cómic, el grafismo publicitario, el realismo, el pop art. Ante la imposibilidad de encontrar una innovación y una nueva ruptura formal, estos jóvenes artistas dominicanos se han apoderado del pasado, asumiendo una actitud mimética. Al tiempo que ignoran la tradición, para volver a un lenguaje mucho más abstracto y confuso, partiendo a menudo de su pobre subjetividad.

La simulación y la apropiación de los objetos cotidianos o de algunas obras de arte del pasado, con sus burdas copias de cuadros de Joan Miró o Pablo Picasso, constituyen una práctica corriente y un recurso fácil para numerosos creadores, que disfrazan así su falta de talento y creatividad. El éxito comercial de sus obras ha servido de ejemplo a numerosos artistas para retomar una abstracción fría e impersonal y para volver a la reflexión sobre el hecho pictórico iniciado por la anterior generación.

Todo esto ha tenido una enorme repercusión en el mercado, y no es ningún azar que la intervención de un artista en un determinado museo coincida con una importante exposición suya en una galería de la misma ciudad. En todas sus estrategias, la alianza entre los críticos, las galerías y los museos empezó así a reproducir los mecanismos del “show business”. A partir de entonces las cosas se han ido acelerando, y la promoción de lo “nuevo” tiende a prevalecer sobre cualquier otra consideración, hasta el punto de poner en entredicho el papel de la institución museística porque ya no se dedica en exclusiva a conservar el arte del pasado, sino que fomenta la creación actual. Lo único que ha quedado del arte es el mercado, como espacio identitario de valores y cambios, sin otra posibilidad que sus múltiples valoraciones, fuera de lo establecido y de lo nuevo.