Hubiese querido escribir este reconocimiento antes de la partida definitiva de Ana María Acevedo, acaecida esta semana, pero no fue posible por el coraje y valentía con que ella combatió durante 15 años hasta el hálito final contra una terrible enfermedad que doblegó su cuerpo, pero no pudo con tanta alma.
En los últimos meses, cuando ya el cáncer la había atacado por todos los costados, después de intervenciones quirúrgicas y de radio y quimioterapias interminables, su alma se mantenía incólume, erguida ante la adversidad y no daba espacio para la condolencia ni para la tristeza. La última vez que visitó mi casa, ya herida de muerte, andaba mendigando grandeza de los que quería. Luego me recibió tres veces en cama. Pero la última, en víspera de Navidad, lo hizo sentada en su sala. No pudo engañarme: su voz era ya de ultratumba.
Me despedí lamentando que ella había invertido sus últimas energías aferrada, primero a la última gestión por la unidad de su viejo partido, y luego tratando de evitar una lucha insensata en el instrumento político alternativo. Las armas con las que intentaba persuadir fueron las encuestas, que dirigió hasta en sus últimas semanas.
La conocí en los comienzos de los setenta, cuando junto con los queridos Freddy Ginebra y Paula Terrero, imponía su vitalidad y belleza en la Casa de Teatro. La vi luego transcurrir por la política y por el gobierno sin la menor arruga, con una honestidad indoblegable. Socióloga, se especializó en demoscopia, y sus encuestas fueron siempre un confiable instrumento de trabajo de su partido y sus líderes. Modesta, no necesitó muchas cosas materiales para ser feliz. Rehuía el oropel de la política, amante del segundo plano.
Me distinguió siempre con su confianza y cuando no podía darme copia de sus encuestas, por lo menos me las dejaba ver, hasta el final, no importa que los resultados fueran o no favorable a su causa y aún cuando estaban en el gobierno. En una campaña electoral reeleccionista le alteraron sus resultados y ella evadió presentarse a avalar aquel inútil ejercicio.
Con mi solidaridad ante su eterno compañero Radhamés Abréu, y sus hijas Julissa, Henriette y Anamía, así como su hijo Otto, expreso mi admiración por este extraordinario ser humano que fue Ana María Acevedo. Su carta despedida es testimonio de sus sueños, integridad y generosidad. He aquí sus dos últimos párrafos:
“No dejo nada que no sean afectos, esa herencia del amor entre todos. No dejo nada que no sea la noción primaria del trabajo constante y de la entrega a una causa, a unos principios. No dejo nada que no sea mi alegría, el sentir más hondo, la búsqueda de niveles superiores de evolución. La vida nunca me fue ajena, en su diversidad y en su incomprensible e injusta distribución social. He sido una militante de la solidaridad y confieso que ella ha embellecido mi cuota de vida útil.
“El balance de mi rol humano restablece mis modestos aportes en la sensibilidad y en la militancia política. Pero yo he sido y soy un ser humano de inalcanzable destino de quimeras, de ideas que quise compartirlas con la historia, y que ahora alzarán vuelo con mi alma hacia las cumbres donde Dios es equilibrio de energías y amor alto de belleza y armonía infinita. Solamente mi cuerpo se debilita, dentro de mi siento el mismo torbellino de vida y amor con que vine al mundo, y en él cabalgaré, como buena combatiente hacia la eternidad”.
Gracias Ana María por tu vida y testimonio, por demostrar que no todo está podrido en la política. Como Julius Fucik por la alegría has vivido, y por la alegría fuiste al combate. Que la tristeza nunca sea unida a tu nombre.-