La semana pasada Franklin Almeyda Rancier y Roberto Rodríguez Marchena se enfrascaron en un duelo de recias imputaciones. Pocas veces me ocupo del chisme político, aunque reconozco que vivo en una sociedad urgida del morbo como ventilador de su pesada rutina. Por más empeños para eludirlos, esos recreos suelen ser contagiosos, tanto que termina uno envuelto en su comadreo. Por su trivialidad, tales entretenciones desatan ocios de corta vida, de manera que aprovecho sus últimos resabios para pedirles a estos muchachos que nos sorprendan todos los jueves con una cartelera remozada de su enfadado romance. 

Aunque cada día el sistema destapa su sumidero, pocas veces se puede ver el movimiento de los renacuajos. Y es que no hay riña barrial más excitante que aquella en la que las mujeres dejan ver los pantis. Esos berrinches son fascinantes, sobre todo cuando se dan en un partido regido por el frío silencio del pecado. Cuando las crispaciones alcanzan tales matices, es porque las fricciones escondidas son abrasadoras.  Así que lo que nos espera en los próximos meses promete ser éxito de taquilla.

Me encanta la soberbia viril de Franklin, un leonelista cabal y sincero (a pesar del chequecito). Cuando tira es a la cabeza. Este veterano político, que deambula en la periferia, solo sale al sol cuando el fantasma reeleccionista deja ver su cara. No ha tenido sosiego desde que Danilo Medina se instaló y dudo que recupere la paz en los próximos años: esa gente no está por soltar. Admiro a Franklin porque (a pesar del chequecito) no le ha “subido los vidrios” a Leonel, quien afanoso busca entre la paja lealtades perdidas. Algunos de los leales de ayer andan esquivos y “de lejitos” esperando mejores definiciones en el ambiente con miedo a perder (…los chequecitos).  A Franklin, en cambio (y pese al chequecito), le honra llevar el atavío de cruzado medieval con la efigie del león en su centro. De lo que no estoy muy convencido es de saber si su devoción felina sea tan mística como para renunciar por Leonel (…al chequecito).

Roberto, por su parte, es un talento derrochado. Sus funciones las usurpa a su antojo José Ramón Peralta (el poder detrás del trono). De manera que, por más protagonismo que presuma tener en los despachos palaciegos, no deja de ser un actor de reparto. La dignidad que dijo tener para renunciar al chequecito de Leonel en el pasado no lo reivindica hoy para dejarse usar como un muchacho de mandado de la Presidencia.  Esta vez no fue distinto. Soltó lo que dijo con fingida inocencia cuando todo el mundo sabe que fue un ensayo político para medir las reacciones y de paso tumbarle tempranamente los humos a Leonel.

A pesar de que el aparente motivo del intercambio de ofensas fue la reelección, el nudo del barullo fue el chequecito, un efecto de comercio que se ha convertido en un tipo o una figura de la cultura peledeísta del poder. Esa que ha renegado el “servicio al pueblo” como vieja razón ideológica y que en “tiempos de olla” animó la utopía de lo que hoy es la corporación política más poderosa de la historia.

Los instintos engañaron a los dos dirigentes en disputa. Así, salió espontáneamente y a flor de labios la verdadera razón de buscar, estar y permanecer en el poder: ¡el chequecito! ¿Acaso hay otra?  El poder es hábitat, vida y sueño en el PLD. Fuera de él sus dirigentes se sienten perdidos porque sin él nunca hubieran sido lo que hoy son. El poder los realizó, los afortunó y les abrió horizontes impensados de éxito.  En el fondo, más que la lealtad a uno u otro liderazgo, el debate implícito entre estos muchachos es la disputa por seguir siendo lo que hoy son porque fuera del poder no saben qué serían. Ese es el verdadero monto y concepto del chequecito. Mientras pelean, seguirán cobrándolo; délo por seguro…  joseluistaveras2003@yahoo.com