Por las calles de cada barrio capitalino se paseó cada personaje que dejó huellas memorables. Uno de ellos era Luis, allá en el Simonico villaduarteño de la sexta década del siglo pasado. Era zapatero “de los del número”, como solía proclamar con orgullo a los cuatro vientos. Recorría las calles empedradas con su caja de lustrar y una cara indeleble de “hombre serio”, cuando estaba sobrio.
Sin embargo, la peculiaridad de Luis no era su gentileza y calidad en el servicio prestado. Tampoco su palabra medida y respetuosa, a pesar de haber tenido una educación mínima. Eran dos los factores por lo que era reconocido en toda la Francia Vieja, El Faro, la calle Los Pinos, o la calle U; e incluso en Los Mameyes, o las cercanías del entonces Campamento 27 de Febrero, en Sans Soucí.
Luis, apodado “Luis Culito”, por la forma pronunciada que solía elevar sus glúteos cuando agarraba un pique, lo que sumado a su estatura superior al promedio y a los remiendos de sus pantalones humildes, lo hacía visible y fácil de identificar casi a cualquier distancia del barrio, cuando alguien lo requería para sus servicios.
Luis, el zapatero, no salía de sus alrededores, ya que por allí siempre había fiesta de ron dao. El tiempo y la malevolencia de los espíritus destilados le pasaron factura a su hígado
<blockquote>El compadre Genaro lo recuerda con emoción porque la otra característica que hacía de Luis alguien especial era su afinada inspiración cuando se tomaba varios tragos y terminaba, como ocurría en ésa época con casi todos los aficionados al alcohol caro o barato –jóvenes y viejos—haciendo honor al estribillo del merengue clásico de Bartolo Alvarado, el Cieguito de Nagua, como si estuviera clamando a los altares del ron: Aguaidiente ven / no sea traicionera / tú te vai me deja / rodando puei suelo.
Y es que Luis disfrutaba la bebentina. Empezaba los viernes por la tarde, sin avisar y sin fecha de terminar. Tanto así que iniciaba el día sobrio y lo concluía como el Rosario de la Aurora, casi inconsciente. Sin saber dónde vivía ni cómo llegar a su casa. Para hacer la vida más llevadera, a veces se acompañaba de una guitarra. Nadie sabe cómo ni dónde aprendió a tocarla. Algunos dicen que fue de oído. Pero era ella la eterna compañera de sus juergas, y cuidado quien se la tocara, “porque se la pongo de sombrero”.
Genaro recuerda que a Mami, como le decían a su compañera de vida a quien jamás le gustó el trago. Era todo lo opuesto. Él alto, moreno canela. De cara y ojos pequeños, pelo fino y labios y nariz gruesos. Ella, menuda, delgada, de bajo perfil, introvertida, casi había que sacarle las palabras. Eso sí, las borracheras de Luis tenían la facultad de sacarle la Leona que llevaba interna y no había quien pudiera controlarla por el pique incontenible que se apoderaba de ella para enfrentar el delirium tremens de su compañero de infortunios.
Dice el compadre que esa vida de bohemio de solemnidad que exhibía Luis, el zapatero, fue motivo de muchos extravíos maritales que, por suerte, no terminaron en la tragicomedia radial El Suceso de Hoy, de Luis Antonio Rodríguez, alias Rodriguito, el locutor más escuchado de la época, en medio de amenazas de cuchillos, puñales, matavaca y sacahígados.
Genaro recuerda que Luis tenía la salvedad de que casi siempre bebía solo. Creía fiel y absoluto en aquello de que “el que solo la hace, solo la paga y que si alguna vez fracasaba, no había porqué echarle la culpa a algún amigo oportunista que después de beberse el ron también se quisiera beber la botella, para hacer un disparate y después otro pagara la cuaba.”
Y es que en esos tiempos, caer preso era un gran problema si pasaba de la preventiva del cuartelillo de la Policía, situado frente a la escuela Socorro Sánchez, en la esquina de la calle Real, justo frente a dónde se ubicaba un almacén de melaza de la empresa Barceló, en la cuesta que llevaba a la orilla del Ozama para cruzar el río en yola al otro lado.
Luis, el zapatero, no salía de sus alrededores, ya que por allí siempre había fiesta de ron dao. El tiempo y la malevolencia de los espíritus destilados le pasaron factura a su hígado con una cirrosis hepática, el premio inevitable de los adictos al veneno legal llamado alcohol, inmersos en esa realidad existencia de muchos dominicanos.
Pero en las calles de Simonico, asegura el compadre Genaro, todavía y en horas de la madrugada se oyen los compases y los aires de las melodías de su guitarra cuando, inspirado por los tragos del Jacas Especial o ron Matusalén, Luis Culito, solía entonar: Clavelito lindo / florecita perfumada…