Los incidentes de violencia registrados el lunes en las cercanías de la sede de la Cruz Roja Dominicana, entre dos grupos antagónicos que se disputan el control de esa entidad, resulta cada vez más preocupante en términos del derecho ciudadano a solucionar diferencias de manera civilizada en un entorno de ley y democrático.
Ciertos sectores de la sociedad nacional han entendido por siempre que imponer la fuerza por la razón dará como resultado la vía más segura para obtener lo que se reclama. Y esa actitud de elementos cavernarios, pícaros y descarados, no solo ocurre en esa institución semiautónoma de socorro, sino también en gremios médicos, periodísticos, religiosos, comerciales, académicos, choferiles, y otros sectores.
La realidad es que cuando las reglas del juego no están claras, sumado al continuismo de la misma gestión por tiempo indefinido, el terreno es fértil para que germine la disidencia y el rechazo al statu quo. Ello da como resultado actitudes de repudio. Se traduce en polarización y acciones que culminan en cerrazón y violencia entre aquellos que se sienten desvinculados o con el derecho inalienable de exigir, reclamar o dirigir la cosa pública o privada.
Algunos de estos elementos de baja calaña tienen la predisposición a tomar como propio el derecho único a sentirse dueños, amos y señores de instituciones. Pisotean la misma institucionalidad que predican defender en aras de bienes, beneficios pasajeros y el egoísmo personal, lo que socava las bases, las reglas y el orden establecido por la mayoría.
Los hechos de violencia, un acto de locura momentánea, dirán algunos, ocurridos en las cercanías de la Cruz Roja Dominicana son evidencia fehaciente de que en la sociedad nacional algo está fallando. Escasea la capacidad de consenso y abunda la “natural” disposición al conflicto. Al enfrentamiento, al culto alegre y desmedido a la violencia como recurso y vía de “solucionar” problemas. ¡Vaya cátedra para las presentes y futuras generaciones!
Y no sólo se trata de acciones individuales comunes. Los ejemplos llegan desde lejos. Abundan en “líderes” inspirados en lo que el actual embajador dominicano ante la UNESCO, Andrés L. Mateo, ha descrito siempre como “actitud patrimonial de la cosa pública.” Es decir, sentirse dueño de lo ajeno, del entorno, del escenario, sin escrúpulos ni consecuencia alguna.
El asalto a la institucionalidad tiene mucho sentido para un grupo de depredadores que buscan por todos los medios, incluido el garrote, las piedras, las balas o el dinero, robarse instituciones cuya misión esencial es servir al bien público. Para este tipo de delincuentes políticos y sociales, el fin justifica los medios.
La corrupción inherente al ser humano, no a las instituciones, es el combustible que alimenta e inspira a esta clase de antisociales. Y mientras prevalezca un régimen de no consecuencia, sus acciones continuarán socavando la fe en las instituciones y su estructura misma, poniendo en peligro las reglas del juego y la escala de valores que debe regir toda sociedad que aspire a ser civilizada. Ahora parece que resulta socialmente aceptable “robarse” las instituciones.
El asalto o robo de la institucionalidad se puede resumir en la frase atribuida al monarca francés Luis XV, bisnieto y sucesor del emblemático Luis XIV, al proclamar: “Después de mí, el diluvio.”