El imaginario estético contemporáneo es indisociable de la nueva omnipresencia de la máquina. Desde sus primeros registros plásticos, descriptivos, en el Impresionismo, a la exaltación futurista o a la ironía de Duchamp o Picabia. O, más recientemente, a las máquinas inútiles y poéticas de Jean Tinguely. Se trata, sin embargo, de máquinas “mecánicas”.

Y, desde los años sesenta del siglo XX, justamente en paralelo con la aparición pública del pop art, o con la nueva sensibilidad que por fin las mujeres consiguen introducir en las artes, a ella se suma un nuevo horizonte tecnológico producido por lo que podemos llamar “la revolución electrónica”, y que previsiblemente profundizará aún más las grandes transformaciones del arte y de la experiencia estética que hemos venido viendo sucederse desde finales del siglo XIX.  Ahora ya no se trata sólo de mecanismos capaces de reproducir el movimiento, o productores de calor o energía.

No es ya la máquina que sustituye al obrero en las cadenas de montaje. La tecnología electrónica introduce la posibilidad de acumular y transmitir “información”, y con ello la figura-límite de la “máquina pensante”, introducida, por primera vez en la reflexión contemporánea por A. M. Turing (1950). La reflexión de Turing, fundamentada en los avances de la teoría matemática, se enlazaba con la emergencia de una nueva disciplina, “la cibernética”, caracterizada así por Nobert Weiner (1948), uno de sus iniciadores:

“Hemos decidido llamar a toda la materia referente al control y teoría de la comunicación, ya sea en la máquina o en el animal, con el nombre de Cibernética, que procede del término griego kybernetés o timonel”.

Al escoger este término, queremos reconocer que el primer escrito significativo sobre los mecanismos del regenerador es un artículo sobre gobernantes pilotos, que fue publicado por Clerk Maxwell en 1868, y, que “gobernante” deriva del término latino deformación de Kybernetés. Como puede apreciarse, la etimología de “cibernética” nos remite a la esfera del gobierno, del poder, que nos permite comprender mejor la asociación, en el término de lo imaginario, con el “mito” del mundo gobernado por las máquinas: máquinas pensantes, una imagen que adquiriría todavía una mayor virtualidad con el desarrollo corriente de la tecnología digital.

Las consecuencias en el mundo del arte han sido y serán profundísimas. Por otro lado, se hace viable “una nueva visión del arte-técnica”, un retorno a su tronco común, que supera la escisión renacentista arte-artesanía, aunque en una dirección completamente distinta. Ya que en el mundo griego antiguo lo que hoy llamamos “arte” se integraba en un universo más amplio, el de la téchne que incluiría todo tipo de “destrezas” o “habilidades”, de carácter “práctico”, y ahora ambos planos: el “técnico-productivo y el de la imagen”, vuelven a encontrarse en el nuevo horizonte de la cultura digital.

Por otro lado, las fronteras cognoscitivas imaginarias, y afectivas de “la ciencia” y “el arte” se aproximan extraordinariamente, proyectando un nuevo ideal antropológico de “unidad”. No es casual la continua referencia en los círculos de cultura digital a Leonardo da Vinci, al ideal reformulado sobre bases nuevas del “hombre total” renacentista, a la síntesis de cuerpo y de cerebro. Las “nuevas tecnologías” o tecnologías “punta” (high-tech) aplicadas al arte son, así, el signo, la aparición de “la posibilidad” de una importante “revolución antropológica” que, insisto porque me parece crucial advertirlo, surge en “continuidad” con la gran transformación cultural y estética propiciada por la expansión de la técnica desde el siglo diecinueve y no en ruptura con ella.

Los soportes tecnológicos más importantes del “arte digital” son el láser y la holografía, el video, las telecomunicaciones y el ordenador. Todos ellos convergen en un intenso proceso de transformación de los elementos tradicionales de la experiencia artística, cuyo inicio hay que situar en la fotografía. Pero hoy estamos en los umbrales de una metamorfosis del arte todavía más profunda y radical. En primer lugar, por los componentes con que la nueva técnica operan: la luz y la información (analógica o digital), que implican una tendencia a la “desmaterialización” del objeto o, siendo más precisos, a la aparición de “nuevas formas de materialidad”.

En segundo lugar, por la fusión de géneros que conllevan. La bidimensionalidad pictórica y fotográfica deja paso a la tridimensionalidad de la holografía, a las “esculturas de luz”. Lenguaje, imagen visual y sonido se integran en un horizonte “multimedia” en el video, las redes comunicativas, los ordenadores y los distintos tipos de instalaciones surgidos en el entrecruzamiento de todos ellos. En tercer lugar, desde el punto de vista del sujeto, y me refiero tanto al “artista” como al “receptor”, se produce una “globalización perceptiva y mental”. Curiosamente, es a través de la alta tecnología como se ha alcanzado el umbral de uno de los sueños fisicalistas o corporales más intensos de la tradición artística de Occidente, la “sinestesia”, la intercomunicación o integración de los sentidos. El trabajo con el láser o la holografía supone alcanzar una frontera recurrentemente buscada en nuestra tradición artística: la “visualidad pura”. La propuesta artística no tiene otro soporte o continente material que los propios haces de luz. Se trata, por tanto, de un arte de la luz, en el sentido más radical.

Las raíces del video-arte se remontan a los años sesenta y a las poéticas del arte conceptual y ambiental. Su desarrollo está íntimamente ligado a la perspectiva de desmaterialización del objeto artístico. El mundo natural experimenta una fluidez metamórfica en la pantalla. Según Sylvia Martin (2005), “el video trata la luz como agua, se convierte en fluida en el tubo de video”. Pero, con todo, desde un punto de vista estético, su característica central es la nueva representación del tiempo que vehicula. A diferencia del cine, por ejemplo, aunque quizás con algunas excepciones como las películas de Andy Warhol, en el video es posible representar el tiempo real.

En cualquier caso, no podemos desligar el significado del video como medio artístico del papel que desempeña la imagen audiovisual en la cultura de masas. La interferencia de los medios de comunicación y la progresiva sustitución de la fotografía en el video “doméstico” como recordatorio han estrechado intensamente, al menos hasta el momento, el horizonte estético del video como arte.

El enriquecimiento estrictamente estético es, obviamente, innegable ligado a la introducción de factores temporales específicos, instantaneidad, espontaneidad y simultaneidad y a un nuevo potencial de transformación en el proceso creativo de producción de la imagen. De ahí deriva la idea de la multidimensionalidad de la imagen, tan central en los más diversos desarrollos del arte digital o electrónico.

Podemos hablar, por tanto, de toda una serie de modificaciones en el status de la imagen y que suponen un cambio en profundidad, revolucionario, de nuestras ideas sobre el objeto artístico. En síntesis: materialidad no fisicalista, carácter cambiante o metamórfico, integracionismo (mental-corporal) y multidimensionalidad expresiva de la materialidad en el nuevo arte que vendrá.